miércoles, 30 de septiembre de 2009

¿Qué es el hombre?



Por MARTIN BUBER

FONDO DE CULTURA ECONOMICA
MÉXICO


Primera edición en hebreo. 1942
Primera edición en Inglés, 1948
Primera edición en alemán. 1948
Primera edición en español, 1949
Segunda edición en español. 1950
Tercera edición en español, 1954
Cuarta edición en español, 1960
Quinta edición en español. 1964
Sexta edición en español 1967



Traducción al español;
EUGENIO IMAZ

D. R. © 1949, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Av. de la Universidad 975, México 12, D. F.
Impreso en México

NOTA SOBRE EL LIBRO Y EL AUTOR
Este libro sencillo y profundo —elaboración de un cursillo de verano en la Universidad
Hebrea de Jerusalén, 1938— no es ni mas ni menos que un esbozo de Antropología filosófica. Su inclusión en nuestra colección ¬de Breviarios estará, pues, justificada de antemano. Sin embargo, a algunos les podrá extrañar que hayamos escogido un libro de marcado tono personal. Lo hacemos a posta. No se trata de un autor con afán de originalidad sino de un hombre largamente preocupado con el ¬tema y para cuyo examen serenose allega a entablar un diálogo acendrado, pero de incandescente claridad con las respuestas contemporáneas que más importan. En este sentido, con Heidegger y con Max Scheler cumplirá, creemos, el cometido importante de que el lector pueda conocer de viva voz el acento humano de lo que hasta ahora no cató, por lo ge¬neral, más que en versiones académicas asépticas o en presentaciones literarias un poco truculentas. Se trata, en los Breviarios, de “estar al día” lo cual, por lo menos en cuestiones que atañen al hombre, significa algo más que una almidonada mise au point.
Martin Buber nació en Viena en 1878. Pasó los años de adolescencia en Lemberg, en casa de su abuelo, Salomón Buber, uno de los dirigentes más destacados del movimiento racionalista e ilustra¬dor dentro de las comunidades judías de esa re¬gión. En este centro intelectual de la judería europea oriental, Martin Buber pudo pronto en¬trar en contacto con los grupos “jasidistas”, de
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inspiración mística, y parece que su pensamiento será respaldado, en definitiva, por estas dos grandes influencias.
Estudió en las universidades de Viena, Berlín, Leipzig y Zurich, almacenando una asombrosa información filosófica, artística y literaria. Discípulo de Dilthey, fue amigo de Max Scheler y conoció de raíz y vivamente los últimos grandes movimientos filosóficos de Alemania. De aquí que su voz discrepante resulte tan excepcional¬mente instructiva.
Además de haber publicado, 1916-1924, la gran revista Der Jude, tradujo al alemán la Biblia, en colaboración con Franz Rosenzweig, y esta versión se ha hecho famosa por su belleza y, sobre todo, por una fidelidad al texto verdaderamente revo¬lucionaria. Profesor, antes de la guerra, de Reli¬gión Comparada en la Universidad de Francfort, se vio obligado a abandonar Alemania en 1938, y ahora explica con brillo extraordinario la cátedra de Filosofía Social en la Universidad Hebrea de Jerusalén.
Se están traduciendo al inglés todas sus obras y, apenas aparecido el primer volumen (Yo y tú), sus ideas han comenzado a ejercer una honda in¬fluencia. Un novelista de fama, Leo H. Myess, confesó que la lectura de este libro le hizo cambiar por completo su visión del mundo y de la vida. Aposentado en una “delgada arista”, porque ni su pensamiento ni su vida pueden pasearse por las claras alamedas de un sistema cualquiera, Martin Buber establece el principio “dialógico” —la pre¬sencia sustancial del prójimo— como única po¬sibilidad humana del acceso al Ser. Así se coloca decididamente enfrente del individualismo in ex¬tremis y del colectivismo in excelsis: de la ficción y de la ilusión.


PRIMERA PARTE

TRAYECTORIA DE LA INTERROGACIÓN

I

LAS PREGUNTAS DE KANT


1

SE CUENTA del rabino Bunam de Przysucha, uno de los últimos grandes maestros del jasidismo, que habló así una vez a sus discípulos: “Pensaba es¬cribir un libro cuyo título sería Adán, que habría de tratar del hombre entero. Pero luego refle¬xioné y decidí no escribirlo.”
En estas palabras, de timbre tan ingenuo, de un verdadero sabio, se expresa —aunque su verdade¬ra intención se endereza a algo distinto— toda la historia de la meditación del hombre sobre el hom¬bre. Sabe éste, desde los primeros tiempos, que él es el objeto más digno de estudio, pero parece como si no se atreviera a tratar este objeto como un todo, a investigar su ser y sentido auténticos. A veces inicia la tarea, pero pronto se ve sobreco¬gido y exhausto por toda la problemática de esta ocupación con su propia índole y vuelve atrás con una tácita resignación, ya sea para estudiar todas las cosas del cielo y de la tierra menos a sí mis¬mo, ya sea para considerar al hombre como divi¬dido en secciones a cada una de las cua1es podrá atender en forma menos problemática, menos exi¬gente y menos comprometedora.
El filósofo Malebranche, el más destacado entre los continuadores franceses de las investigaciones cartesianas, escribe en el prólogo a su obra capi¬tal De la recherche de la vérité (1674): “Entre todas las ciencias humanas la del hombre es la más digna de él. Y, sin embargo, no es tal cien¬cia, entre todas las que poseemos, ni la más cul¬tivada ni la más desarrollada. La mayoría de los hombres la descuidan por completo y aun entre aquellos que se dan a las ciencias muy pocos hay que se dediquen a ella, y menos todavía quienes la cultiven con éxito.” Él mismo plantea en su libro cuestiones tan antropológicas como en qué medida la vida de los nervios que llegan a los pul¬mones, al corazón, al estómago, al hígado, parti¬cipa en el nacimiento de los errores; pero tam¬poco ha sido capaz de fundar una teoría de la esencia del hombre.


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Kant ha sido quien con mayor agudeza ha seña¬lado la tarea propia de una antropología filosófi¬ca. En el Manual que contiene sus cursos de ló¬gica, que no fue editado por él mismo ni reproduce literalmente los apuntes que le sirvieron de base, pero que sí aprobó expresamente, distingue una filosofía en el sentido académico y un filosofía en el sentido cósmico (in sensu cosmico). Carac¬teriza a ésta como la “ciencia de los fines últimos de la razón humana”, o como la “ciencia de las máximas supremas del uso de nuestra razón”. Según él, se puede delimitar el campo de esta filosofía en sentido universal mediante estas cua¬tro preguntas: “1.—¿ Qué puedo saber.? 2.—¿Qué debo hacer? 3.—¿Oué me cabe esperar? 4.—¿Qué es el hombre? A la primera pregunta responde la metafísica, a la segunda la moral, a la tercera la religión y a la cuarta la antropología.” Y añade Kant: “En el fondo, todas estas disciplinas se podrían refundir en la antropología, porque las tres primeras cuestiones revierten en la última.”

Esta formulación kantiana reproduce las mis¬mas cuestiones de las que Kant —en la sección de su Crítica de la razón pura que lleva por titulo “Del ideal del supremo bien”— dice que todos los intereses de la razón, lo mismo de la especulativa que de la práctica, confluyen en ellas. Pero a diferencia de lo que ocurre en la Crítica de la ra¬zón pura, reconduce esas tres cuestiones hacia una cuarta, la de la naturaleza o esencia del hom¬bre, y la adscribe a una disciplina a la que llama antropología pero que, por ocuparse de las cues¬tiones fundamentales del filosofar humano, habrá que entender como antropología filosófica. Ésta sería, pues, la disciplina filosófica fundamental.
Pero, cosa sorprendente, ni la antropología que publicó el mismo Kant ni las nutridas lecciones de antropología que fueron publicadas mucho des¬pués de su muerte nos ofrecen nada que se pa¬rezca a lo que él exigía de una antropología filo¬sófica. Tanto por su intención declarada como por todo su contenido ofrecen algo muy diferen¬te: toda una plétora de preciosas observaciones sobre el conocimiento del hombre, por ejemplo, acerca del egoísmo, de la sinceridad y la menda¬cidad, de la fantasía, el don profético, el sueño, las enfermedades mentales, el ingenio. Pero para nada se ocupa de qué sea el hombre ni toca seria¬mente ninguno de los problemas que esa cuestión trae consigo: el lugar especial que al hombre co¬rresponde en el cosmos, su relación con el destino y con el mundo de las cosas, su comprensión de sus congéneres, su existencia como ser que sabe que ha de morir, su actitud en todos los encuen¬tros, ordinarios y extraordinarios, con el misterio, que componen la trama de su vida. En esa antro¬pología no entra la totalidad del hombre. Parece como si Kant hubiera tenido reparos en plantear realmente, filosofando, la cuestión que considera como fundamental.
Un filósofo de nuestros días, Martin Heidegger, que se ha ocupado (en su Kant und das Problem der Metaphysik, 1929) de esta extraña contradic¬ción, la explica por el carácter indeterminado de la cuestión o pregunta “qué sea el hombre”. Por¬que el modo mismo de preguntar por el hombre es lo que se habría hecho problemático. En las tres primeras cuestiones de Kant se trata de la finitud del hombre. “¿Qué puedo saber?” implica un no poder, por lo tanto, una limitación “¿Qué debo hacer?” supone algo con lo que no se ha cumplido todavía, también, pues, una limitación; y “¿Qué me cabe esperar?” significa que al que pregunta le está concedida una expectativa y otra le es negada, y también tenemos otra limitación. La cuestión cuarta sería, pues, la que pregunta por la “finitud del hombre”, pero ya no se trata de una cuestión antropológica, puesto que pregun¬tamos por la esencia de nuestra existencia. En lugar, pues, de la antropología, tendríamos como fundamento de la metafísica la ontología funda¬mental.

Pero adondequiera que nos lleve este resultado, hay que reconocer que no se trata ya de un resul¬tado kantiano. Heidegger ha desplazado el acento de las tres interrogaciones kantianas. Kant no pregunta: “¿Qué puedo conocer?”, sino “¿Qué puedo conocer?” Lo esencial en el caso no es que yo sólo puedo algo y que otro algo no puedo; no es lo esencial que. yo únicamente sé algo y dejo de saber también algo; lo esencial es que, en general, puedo saber algo, y que por eso puedo preguntar qué es lo que puedo saber. No se trata de mi finitud sino de mi participación real en el saber de lo que hay por saber. Y del mismo modo, “¿Qué debo hacer?” significa que hay un hacer que yo debo, que no estoy, por tanto, separado del hacer justo, sino que, por eso mismo. que puedo experimentar mi deber, encuentro abierto el ac¬ceso al hacer. Y, por último, tampoco el “¿Qué me cabe esperar?” quiere decir, como pretende Heidegger, que se hace cuestionable la expectati¬va, y que en el esperar se hace presente la re¬nuncia a lo que no cabe esperar, sino que, por el contrario, nos da a entender, en primer lugar, que hay algo que cabe esperar (pues Kant no piensa, claro está, que la respuesta a la pregunta habría de ser: ¡ Nada!), y en segundo, que me es permi¬tido esperarlo, y, en tercero, que, por lo mismo que me es permitido, puedo experimentar qué sea lo que puedo esperar. Esto es lo que Kant dice.

Y el sentido de la cuarta pregunta, a la que pueden reducirse las tres anteriores, sigue siendo en Kant éste: ¿Qué tipo de criatura será ésta que puede saber, debe hacer y le cabe esperar? Y que las tres cuestiones primeras puedan reducirse a esta última quiere decir: el conocimiento esencial de este ser me pondrá de manifiesto qué es lo que, como tal ser, puede conocer, qué es lo que, como tal ser, debe hacer, y qué es lo que, tam¬bién como tal ser, le cabe esperar. Con esto se ha dicho, a su vez, que con la finitud que supone el que solamente se puede saber esto, va ligada indi¬solublemente la participación en lo infinito, par¬ticipación que se logra por el mero hecho de poder saber. Y se ha dicho también que con el conoci¬miento de la finitud del hombre se nos da al mismo tiempo el conocimiento de su participa¬ción en lo infinito, y no como dos propiedades yuxtapuestas, sino como la duplicidad del pro¬ceso mismo en el que se hace cognoscible verda¬deramente la existencia del hombre. Lo finito actúa en ella, y también lo infinito; el hombre participa en lo finito y también participa en lo infinito.

Ciertamente, Kant no ha respondido ni siquiera intentado responder a la pregunta que enderezó a la antropología: ¿ Qué es el hombre? Desarrolló en sus lecciones una antropología bien diferente de la que él mismo pedía, una antropología que, con criterio histórico-filosófico, se podría calificar de anticuada trabada aún con la antropografía de los siglos xvii y xviii, tan poco crítica. Pero la formulación de la misión que asignó a la antropo¬logía filosófica que propugnaba constituye un le¬gado al que no podemos renunciar.

3

También para mí resulta problemático saber si una disciplina semejante servirá para suministrar un fundamento a la filosofía o, como dice Heideg¬ger, a la metafísica. Porque es cierto que experi¬mentamos constantemente lo que podemos saber, lo que debemos hacer y lo que nos cabe esperar; y también es verdad que la filosofía contribuye a que lo experimentemos. Es decir, a la primera de las cuestiones planteadas por Kant, puesto que, en forma de lógica y de teoría del conoci¬miento, me comunica qué significa poder saber, y como cosmología, filosofía de la historia, etc., me dice qué es lo que hay por saber; a la segun¬da, cuando como psicología me dice cómo se realiza psíquicamente el deber, y como ética, teo¬ría del estado, estética, etc., qué es lo que hay por hacer; y a la tercera cuestión cuando, en forma de filosofía de la religión, me dice por lo menos —cómo se presenta la esperanza en la fe concreta y en la historia de las creencias, aunque no pueda decirme qué es lo que cabe esperar, porque la religión y su explicación conceptual, la teología, que tienen aquello por tema, no forman parte de la filosofía.

Todo esto lo considero verdad. Pero si la filo¬sofía me puede prestar esta ayuda a través de sus diversas disciplinas es, precisamente, gracias a que ninguna de estas disciplinas reflexiona ni puede reflexionar sobre la integridad del hombre. O bien una disciplina filosófica prescinde del hom¬bre en toda su compleja integridad y lo considera tan sólo como un trozo de la naturaleza, como le ocurre a la cosmología, o bien —como ocurre con todas las demás disciplinas— desgaja de la totalidad del hombre el dominio que ella va a estudiar, lo demarca frente a los demás, asienta sus propios fundamentos y elabora sus propios métodos. En esta faena tiene que permanecer accesible, en primer lugar, a las ideas de la meta¬física misma como doctrina del ser, del ente y de la existencia, en segundo lugar, a los resulta¬dos de otras disciplinas filosóficas particulares y, en tercero, a los descubri-mientos de la antro¬pología filosófica. Pero de la disciplina de la que habrá de hacerse me-nos dependiente es, precisa¬mente, de la antropología filosófica; porque la posibilidad de su trabajo intelectual propio des¬cansa en su objetivación, en su deshumanización, diríamos, y hasta una disciplina tan orientada ha¬cia el hombre concreto como la filosofía de la historia, para poder abarcar al hombre como ser histórico tiene que renunciar a la considera¬ción del hombre enterizo, del que también forma parte esencial el hombre ahistórico, que vive atemperado al ritmo siempre igual dc la natura¬leza. Y si las disciplinas filosóficas pueden con¬tribuir en algo a la solución de las tres primeras cuestiones kantianas —aunque no sea más que aclarándome las preguntas mismas y haciéndome que me dé bien cuenta de los problemas que en¬cierran— se debe, precisamente, al hecho de que no esperan a la contestación de la cuestión cuarta.

Pero tampoco la antropología filosófica misma puede proponerse como tarea propia el estable¬cimiento de un fundamento de la metafísica o de las disciplinas filosóficas. Si pretendiera respon¬der a la pregunta “¿Qué es el hombre?” en una forma tan general que ya de ella se podrían deri¬var las respuestas a las otras cuestiones, entonces se le escaparía la realidad de su objeto propio. Porque en lugar de alcanzar su totalidad genuina, que sólo puede hacerse patente con la visión conjunta de toda su diversidad, lograría nada más una unidad falsa, ajena a la realidad, vacía de ella. Una antropología filosófica legítima tiene que saber no sólo que existe un género humano sino también pueblos, no sólo un alma huma¬na sino también tipos y caracteres, no sólo una vida humana sino también edades de la vida; sólo abarcando sistemáticamente éstas y las demás diferencias, sólo conociendo la dinámica que rige dentro de cada particularidad y entre ellas, y sólo mostrando constantemente la presencia de lo uno en lo vario, podrá tener ante sus ojos la to¬talidad del hombre. Pero por eso mismo no podrá abarcar al hombre en aquella forma absoluta que, si bien no lo indica la cuarta pregunta de Kant, fácilmente se nos impone cuando tratamos de responderla, cosa que, como dijimos, eludió el mismo Kant. Así como le es menester a esta antropología filosófica distinguir y volver a dís¬tinguir dentro del género humano si es que quiere llegar a una comprensión honrada, así también tiene que instalar seriamente al hombre en la naturaleza, tiene que compararlo con las demás cosas, con los demás seres vivos, con los demás se¬res conscientes, para así poder asignarle, con seguridad, su lugar correspondiente. Sólo por este camino doble de diferenciación y comparación podrá captar al hombre entero, este hombre que, cualquiera sea el pueblo, el tipo o la edad a que pertenezca, sabe lo que, fuera de él, nadie más en la tierra sabe: que transita por el estrecho sendero que lleva del nacimiento a la muerte; prueba lo que nadie que no sea él puede pro¬bar: la lucha con el destino, la rebelión y la reconciliación y, en ocasiones, cuando se junta por elección con otro ser humano, llega hasta experimentar en su propia sangre lo que pasa por los adentros del otro.

La antropología filosófica no pretende reducir los problemas filosóficos a la existencia humana ni fundar las disciplinas filosóficas, como si dijé¬ramos, desde abajo y no desde arriba. Lo que pretende es, sencillamente, conocer al hombre. Pero con esto se encuentra ante un objeto de estudio del todo diferente a los demás. Porque en la antropología filosófica se le presenta al hom¬bre él mismo, en el sentido más exacto, como objeto. Ahora que está en juego la totalidad, el investigador no puede darse por satisfecho, como en el caso de la antropología como ciencia par¬ticular, con considerar al hombre como cualquier otro trozo de la naturaleza, prescindiendo de que él mismo, el investigador, también es hombre y que experimenta en la experiencia interna este su ser hombre en una forma en la que no es ca¬paz de experimentar ninguna otra cosa de la natu¬ raleza, no sólo en su perspectiva del todo diferente sino en una dimensión del ser totalmente distin¬ta, en una dimensión en la que sólo esta porción de la naturaleza que es él es experimentada. Por su esencia, el conocimiento filosófico del hombre es reflexión del hombre sobre sí mismo, y el hombre puede reflexionar sobre sí únicamente si la perso¬na cognoscente, es decir, el filósofo que hace an¬tropología, reflexiona sobre sí como persona.

El principio de individuación, que alude al he¬cho fundamental de la infinita variedad de las per¬sonas humanas en cuya virtud cada una está hecha a su manera peculiarísima y singular, lejos de relativizar el conocimiento antropológico le presta, por el contrario, su núcleo y armazón. Y en torno a lo que descubra el filósofo que me¬dita sobre sí se deberá ordenar y cristalizar todo lo que se encuentra en el hombre histórico y en el actual, en hombres y mujeres, en indios y en chi¬nos, en pordioseros y emperadores, en imbéciles y en genios, para que aquel su descubrimiento pueda convertirse en una genuina antropología filosófica. Pero esto es algo diferente de lo que hace el psicólogo cuando completa y explica lo. que sabe por la literatura y por la observación mediante la observación de sí mismo, el análisis de sí mismo, el experimento consigo mismo. Por¬que en este caso se trata siempre de fenómenos y procesos singulares, objetivados, de algo que ha sido desgajado de la conexión de la total perso¬na concreta, de carne y hueso. Pero el antropo¬filósofo tiene que poner en juego no menos que su encarnada totalidad, su yo (Selbst)4 concreto.

Y todavía más. No basta con que coloque su yo como objeto del conocimiento. Sólo puede cono¬cer la totalidad de la persona y, por ella, la tota¬lidad del hombre, si no deja fuera su subjetividad ni se mantiene como espectador impasible. Por el contrario, tiene que tirarse a fondo en el acto de autorreflexión, para poder cerciorarse por dentro de la totalidad humana. En otras palabras: tendrá que ejecutar ese acto de adentramiento en una dimensión peculiarísima, como acto vital, sin nin¬guna seguridad filosófica previa, exponiéndose, por lo tanto, a todo lo que a uno le puede ocurrir cuando vive realmente. No se conoce al estilo de quien, permaneciendo en la playa, contempla maravillado la furia espumante de las olas, sino que es menester echarse al agua, hay que nadar, alerta y con todas las fuerzas, y hasta habrá un momento en que nos parecerá estar a punto de desvanecimiento: así y no de otra manera pue¬de surgir la visión antropológica. Mientras nos contentemos con poseernos como un objeto, no nos enteraremos del hombre más que como una cosa más entre otras, y no se nos hará presente la totalidad que tratamos de captar; y claro que para poder captarla tiene que estar presente. No es posible que percibamos sino lo que en un “estar presente” efectivo se nos ofrece, pero en ese caso sí que percibimos, o captamos de verdad, y entonces se forma el núcleo de la cristalización.

El psicólogo tratará de sortear la dificultad mediante una división específica de la conciencia que le permita quedarse fuera con la parte observadora de su ser, dejando, por otra par¬te, que la persona siga su curso con la menor perturbación posible. Pero, de todos modos, la pasión en ese caso no dejará de parecerse a la del actor, es decir, que, no obstante que pueda inten¬si-ficarse por comparación con una pasión no ob¬servada, su curso será diferente: habrá, en lugar del estallido elemental, un desencadenarse de la misma que será deliberado, y habrá una vehemen¬cia más enfática, más querida, más dramática. El antropólogo no se preocupará de una división de la conciencia, pues que le interesa la totali¬dad intacta de los procesos, y, especialmente, la no fragmentada conexión natural entre sentimien¬tos y acciones; y ésta es, en verdad, la conexión más poderosamente afectada por la introspección, ya que la pura espontaneidad de la acción es la que sufre esencialmente. El antropólogo, por tan¬to, tiene que resistirse a cualquier intento de permanecer fuera con su yo observador y, cuando le sobreviene la cólera, no la perturba convirtién¬dose en su espectador, sino que la abandona a su curso sin el empeño de ganar sobre ella una pers¬pec-tiva. Será capaz dc registrar en el recuerdo lo que sintió e hizo entonces; para él, la memoria ocupa el lugar del experimentar consigo mismo. Pero lo mismo que los grandes escritores, en su trato con los demás hombres, no registran deli¬beradamente sus peculiaridades, tomando, como si dijéramos, notas invisibles, sino que tratan con ellos en una forma natural y no inhibida, dejando la cosecha para la hora de la cosecha, también la memoria del antropólogo competente posee, con respecto a sí mismo y a los demás, un poder concentrador que le sabe preservar lo esencial. En el momento de la vida no lleva otra idea que la de vivir lo que hay que vivir, está presente con todo su ser, indiviso, y por tal razón crece en su pensamiento y en su recuerdo el conocimiento de la totalidad humana.

II

DE ARISTÓTELES A KANT


1

A ESTA reflexión sobre sí, de la que venimos ha¬blando, propende sobre todo el hombre que se siente solitario y él es también el más capacitado para ejercerla, el hombre, por tanto, que, por su carácter o por su destino, o por ambas cosas a la vez, se halla a solas y con su problematismo, y que en esta soledad que le queda logra topar con¬sigo mismo y descubrir en su propio yo al hombre y en sus propios problemas los del hombre. Las épocas de la historia dcl espíritu en que le fue dado a la meditación antropológica moverse por las honduras de su experiencia fueron tiempos en que le sobrecogió al hombre el sentimiento de una soledad rigurosa, irremisible; y fue en los más solitarios donde el pensamiento se hizo fe¬cundo. En el hielo de la soledad es cuando el hombre, implacablemente, se siente como proble¬ma, se hace cuestión de sí mismo, y como la cues¬tión se dirige y hace entrar en juego a lo más recóndito de sí, el hombre llega a cobrar expe¬riencia de sí mismo.
Podemos distinguir en la historia del espíritu humano épocas en que el hombre tiene aposento y épocas en que está a la intemperie, sin hogar. En aquéllas, el hombre vive en el mundo como en su casa, en las otras el mundo es la intemperie, y hasta le faltan a veces cuatro estacas para levantar una tienda de campaña. En las primeras el pensamiento antropológico se presenta como una parte del cosmológico, en las segundas ese pensa¬miento cobra hondura y, con ella, independencia. Voy a ofrecer unos cuantos ejemplos de ambas y, con ellos, unos como capítulos de la prehistoria de la antropología filosófica.
Bernhard Groethuysen, discipulo de mi maes¬tro Wilhelm Dilthey, fundador de la historia de la antropología filosófica, dice con razón, a pro¬pósito de Aristóteles (Philosophische Anthropo¬logie, 1931), que, con él, el hombre deja de ser problemático, no es para sí mismo más que “un caso”, y que cobra conciencia de sí mismo sólo como “él” y no como “yo”. No se penetra en esa dimensión peculiar en la que el hombre se conoce a sí mismo como sólo él puede conocerse, y por eso no se descubre el lugar peculiar que el hom¬bre ocupa en el universo. El hombre es compren¬dido desde el mundo, pero el mundo no es com¬prendido desde el hombre. La tendencia de los griegos a concebir el mundo como un espacio cerrado en sí mismo culmina, con Aristóteles, en el sistema geocéntrico de las esferas. También en su filosofía rige esa hegemonía del sentido de la vista sobre los demás, cosa que aparece por primera vez en el pueblo griego como una inaudita novedad de la historia del espíritu humano, he¬gemonía que ha permitido a ese pueblo vivir una vida inspirada en imágenes y fundar una cultura eminentemente plástica. Surge una imagen óptica del mundo, creada a base de las impresiones de la vista, tan concretamente objetivada como sólo el sentido de la vista puede hacerlo, y las expe¬riencias de los demás sentidos se intercalan luego en el cuadro. También el mundo de las ideas de Platón es un mundo de los ojos, un mundo de figuras contempladas. Pero es con Aristóteles con quien esa imagen óptica del universo llega a su clara decantación insuperable, como un mundo de cosas, y el hombre es también una cosa entre las del mundo, una especie, objetivamente capta¬ble, entre otras muchas, y no ya un forastero, como el hombre de Platón, pues goza de aposen¬to propio en la gran mansión del mundo, aposento que no está en lo más alto, pero tampoco en las bodegas, más bien en un honroso lugar inter¬medio. Faltaba el supuesto para una antropología filosófica en el sentido de la cuarta pregunta de Kant.


El primero que, más de siete siglos después de Aristóteles, plantea originalmente la genuina cues¬tión antropológica, y en primera persona, es San Agustín. Comprenderemos la soledad de donde arrancó la pregunta, si tenemos en cuenta que aquel mundo redondeado de Aristóteles hacía tiempo que se había desmoronado. Se deshizo porque, escindida el alma del hombre, no podía captar en verdad más que un mundo también escindido. En lugar de las desmoronadas esferas tenemos dos reinos independientes y hostiles, el de la luz y el de las tinieblas. Los encontramos en casi todos los sistemas de ese amplio y diversísi¬mo movimiento espiritual, la gnosis, que se apo¬deró de los aturdidos herederos de las grandes culturas orientales y antiguas, fraccionó la divini¬dad y despojó de valor a la creación; y en el más consecuente de esos sistemas, el maniqueísmo, encontramos, conjuntamente, hasta dos Tierras. Ya el hombre no es una cosa entre las demás, ni puede poseer un lugar en el mundo. Como se com¬pone de cuerpo y alma, se halla dividido entre los dos reinos, y es a la vez escenario y trofeo de la lucha. En cada hombre se manifiesta el primer hombre, el que cayó, en cada uno se anun¬cia la problemática del ser en términos de vida. Agustín proviene de la escuela maniquea. Sin hogar en el mundo, solitario entre las potencias superiores e inferiores, sigue siendo las dos cosas aun después de haberse guarecido en el cristia¬nismo como redención que ya ha tenido lugar. Por eso planteó las cuestiones de Kant en primera persona, y no como un problema objetivado, al estilo de éste, a quien de seguro que sus oyentes del curso de lógica no le tomaron las preguntas como dirigidas directamente a ellos, sino que, en una auténtica interrogación, retoma la pregunta del salmista, “¿Qué es el hombre que tú piensas ser?”, pero con un sentido y tono diferentes, diri¬giéndose, para que le dé noticia, a quien puede informarle: quid ergo sum, Deus meus? quae na¬tura mea? No pregunta por sí solo; la palabra natura muestra a las claras que, a través de su persona, busca al hombre, ese hombre que él cali¬fica de grande prof undum, de gran misterio. Y saca la misma consecuencia antropológica que ya vimos en Malebranche; lo hace en aquel fa¬moso pasaje en que apostrofa a los hombres que admiran las cimas de las montañas, las olas del mar y el movimiento de los astros, pero pasan de largo ante sí mismos, sin encontrar nada ahí de qué maravillarse.

Esta sorpresa del hombre ante sí mismo, que Agustín reclama en razón de la experiencia de sí mismo, es muy diferente de aquella otra sor¬presa en la que Aristóteles, siguiendo a Platón, pone el origen de toda filosofía. El hombre aris¬totélico se sorprende y maravilla también del hombre, entre otras muchas cosas, pero nada más que como una parte del mundo, que es maravillo¬so y sorprende en general. El hombre agustinia¬no se asombra de aquello que en el hombre no se puede comprender como parte del mundo, como una cosa entre las cosas, y como aquella otra sorpresa hace mucho que derivó en filosofar me¬tódico, la suya se presenta como algo muy bonito e inquietante. No se trata propiamente de filoso¬fía, pero repercutirá en toda la filosofía posterior.

No será ya, como entre los griegos, el estudio de la naturaleza quien construirá una nueva man¬sión cósmica para el alma solitaria del Occidente posagustiniano, sino la fe. Surge el cosmos cris¬tiano, tan real para el cristiano medieval que el lector de la Divina Comedia emprendía in mente el viaje a lo más profundo del infierno y, subien¬do luego por las espaldas de Lucifer, atravesaba el purgatorio hasta llegar al cielo de la Trinidad, pero no como quien realiza una expedición por terrenos inexplorados sino por regiones de las que poseemos mapas muy exactos. Otra vez tene¬mos un mundo cerrado, una mansión donde el hombre puede aposentarse. Este mundo es toda¬vía más finito que el de Aristóteles, porque ahora entra también en el cuadro el tiempo finito, el tiempo finito de la Biblia que toma la forma del tiempo cristiano.

El esquema de esta imagen del mundo es una cruz cuyo madero vertical es el espacio finito
entre cielo e infierno, que nos lleva derechamente a través del corazón humano, y cuyo travesaño es el tiempo finito desde la creación hasta el día del juicio; su centro, la muerte de Cristo, coin¬cide, cubriéndolo y redimiéndolo, con el centro del espacio, el corazón del pobre pecador. En tor¬no a este esquema se construye la imagen medieval del mundo. Dante pobló de vida el interior de ese mundo, pintando las vidas de hombres y de espíritus, pero sus perfiles conceptuales fue¬ron trazados por Tomás de Aquino. También de éste se puede decir que —pese a ser teólogo y estar obligado, por tanto, a saber del hombre real, del que dice “yo” y al que se le dice “tú”—, con él, como con Aristóteles, el hombre habla “siem¬pre, en cierto modo, en tercera persona”. Verdad que en el sistema cósmico del de Aquino el hom¬bre representa una especie de índole muy particu¬lar, puesto que en él el alma humana, que es el último de los espíritus, se halla unida sustancial¬mente con el cuerpo humano, que es la suprema cosa corpórea, de suerte que aparece como “el horizonte y línea divisoria entre la naturaleza es¬piritual y la corpórea”. Pero Santo Tomás no conoce un problema especial ni una problemática particular del ser humano, tales como los sintió y expresó Agustín con el corazón angustiado. De nuevo vuelve a reposar el problema antropológi¬co: en el hombre aposentado y nada problemático, el menor anhelo interrogante en busca de una confrontación consigo mismo es aquietado pron¬tamente.

3

Ya en la baja Edad Media surge un nuevo tomar en serio al hombre como hombre. Todavía aguan¬ta seguro el mundo finito de los hombres: hunc nundum haud aliud esse, quam amplissimum quandam hominis domum, dice todavía en el siglo xvi Carolus Bovillus. Pero ese mismo Bovillus exclama dirigiéndose al hombre: homo es, sistere in homíne, recogiendo de nuevo el motivo que an¬tes había expresado Nicolás de Cusa: homo non vult esse nisi homo. Claro que con esto no se habla dicho que el hombre por su esencia fuera algo distinto del mundo. Para el Cusano no existe cosa alguna que no prefiera su propio ser a todos los seres y su propia manera de ser a todas las demás maneras; todo lo que es desea por toda eternidad seguir siendo lo que es, cada vez en for¬ma más perfecta en la manera adecuada a su naturaleza; y de aquí precisamente surge la armo¬nía del universo, puesto que cada ser contiene el todo en una “concentración” particular.

Pero en el hombre se añade el pensamiento, la razón que mide y valora. Lleva en sí todas las cosas creadas, como Dios, pero Éste las tiene en si como arquetipo, y el hombre sólo como relacio¬nes y valores; el de Cusa compara a Dios con el acuñador de monedas y al hombre con el cambista que las pondera; Dios puede crearlo todo, nos¬otros podemos conocerlo todo y lo podemos por¬que también nosotros lo llevamos todo potencial¬mente en nosotros. Y poco después de Nicolás de Cusa, Pico della Mirandola sacará de esta mag¬nífi-ca seguridad la consecuencia antropológica que nos hace pensar de nuevo en la frase de
—Malebranche: nos autem peculiare aliquid in homine quaerimus unde et dignítas ei propria et itnago divinae substantiae cum nulla sibi creatura communis comperiatur. Aquí ya aparece clara¬mente el tema de la antropología, pero aparece sin esa problemática que es imprescindible para, fundamentar como es debido la antropología, sin esa seriedad moral de la interrogación por el hom¬bre. Se presenta el hombre tan autónomo y cons¬ciente de su po-der que no percibe en modo alguno la cuestión auténtica. Estos pensadores dcl Rena¬cimien-to aseguran que el hombre puede saber, pero les es totalmente ajena todavía la cuestión kantiana de qué es lo que puede saber: puede saberlo todo. Cierto que el último de estos pensa¬dores, Bovillus, exceptúa a Dios: a Él no alcanza el espíritu humano; pero el mundo entero puede ser conocido por el hombre, que ha sido creado al margen como su espectador, como si dijéramos, como su ojo. Tal es la seguridad con que estos heraldos de una nueva época se sienten todavía hospedados en el mundo. Cierto que el Cusano nos habla de la infinidad espacial y temporal del mundo, arrebatándole así a la tierra su categoría de centro y destruyendo mentalmente el esquema medieval. Pero esta infinitud es todavía puramen¬te pensada y no una infinidad contemplada y vi¬vida. El hombre no se siente todavía solo, no ha aprendido, por lo tanto, a hacer la pregunta del solitario.

Pero en el mismo momento en el que Bovillus ensalza el mundo como amplissima domus del hombre, se derrumban efectivamente los muros de la mansión a los golpes de Copérnico, penetra por todas partes lo ilimitable y en un mundo que, concretamente, él ya no puede sentir como una casa, el hombre se encuentra inseguro, pero con un entusiasmo heroico ante su grandiosidad, como Bruno, luego con un entusiasmo matemático por su armonía, como Keplero, hasta que, finalmente, más de un siglo después de la muerte de Copérni¬co y de la aparición de su obra, la nueva realidad del hombre se muestra más fuerte que la nueva realidad del universo. Un gran investigador, ma¬temático y físico, joven todavía y abocado a una muerte prematura, Pascal, experimenta bajo la bóveda del cielo estrellado no sólo su sublimidad como le ocurrirá a Kant después, sino, y con más fuerza, su carácter inquietante: le silence éternel de ces espaces infinis m’effraie. Con una claridad que no ha sido superada hasta nuestros días, rastrea los dos infinitos, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, y así llega a perca¬tarse de la limitación, de la insuficiencia, de la provisionalidad del hombre: cambien de royau¬mes nous ignorent! El entusiasmo de Bruno y de Keplero, que parecía rebosar en los hom¬bres, ha sido reemplazado por una parquedad terriblemente lúcida, melancólica, pero creyente. Es la parquedad propia del hombre que se en¬cuentra en una soledad de hondura desconoci¬da hasta entonces, y su boca pronuncia con un seco patetismo la cuestión antropológica: qu’est- ¬ce qu’un homme dans l’infini? A la magnificencia del de Cusa, según la cual el hombre alardea de llevarlo todo consigo y poder conocer, por consi¬guiente, todo, se le en-frenta la penetración del solitario que, como hombre, aguanta el ser expó¬sito ante el infini-to: Connaissons donc notre por¬tée: nous sommes quelque chose, et ne sommes pas tout; ce que nous avons d’étre nous cache la vue de l’infini. Pero por el hecho de que la re¬flexión sobre sí mismo se lleva a cabo con seme¬jante claridad, en esta restauración del pensamien¬to antropológico se nos descubre el lugar peculiar del hombre en el cosmos. L’homme n’est qu’un roseau, le plus faible de la nature; mais c’est un roseau pensant. It ne faut pas que l’univers entier s’arme pour l’écraser: une vapeur, une goutte d’eau, suffit pour le tuer. Mais, quand l’univers l’écraserait, l’homme serait encore plus noble que ce qui le tue, parce qu’il sait qu’il meurt et l’avantage que l’univers a sur lui. L’uni¬vers n’en sait rien.
No es la repetición de la actitud estoica, es la nueva actitud de la persona que se encuentra, sin morada, a la intemperie del infinito, porque todo depende esta vez de saber que la grandeza del hombre surge de su miseria, que el hombre es di¬ferente de todo lo demás precisamente porque hasta pereciendo puede ser un hijo del espíritu. El hombre es el ser que conoce su situación en el mundo y que, mientras está en sus cabales, puede prolongar este conocimiento. Lo decisivo no es que esta criatura sea la única que se atreve a penetrar en el mundo para conocerlo, por muy sorprendente que ello sea; lo decisivo es que co¬noce la relación que existe entre el mundo y él mismo. Con esto, en medio del mundo le ha sur¬gido a éste algo que puede encararse con él. Pero esto quiere decir que este “en medio del” tiene su problemática especial.


4

Ya hemos visto que la pregunta rigurosamente antropológica que alude al hombre en su proble¬mática genuina se deja oír en épocas en que pa¬rece como si se rescindiera el pacto primero entre el mundo y el hombre y éste se encontrara en ese mundo como un extranjero y un solitario. Cuando se disipa una imagen del mundo, esto es, se acaba la seguridad en el mundo, pronto surge un nuevo interrogar por parte del hombre que se siente in¬seguro, sin hogar, que se ha hecho cuestión de sí mismo. Pero se puede mostrar que hay un cami¬no que conduce de una crisis semejante a la próxi¬ma y de ésta a la siguiente. Las crisis coinciden en lo esencial, pero no son iguales. La imagen cosmológica del mundo de Aristóteles se quiebra desde dentro, porque el alma experimenta con hondura el problema del mal y siente en torno a ella un mundo escindido; la imagen teológica del mundo de Santo Tomás se quiebra desde fuera porque el mundo se da a conocer como ilimitado. Lo que causa la crisis es, una vez, el mito dual de la gnosis, la otra, el cosmos de la ciencia no arro¬pado por ningún mito.

La soledad de Pascal es, en efecto, históricamen¬te posterior a la de San Agustín; es más completa y más difícil de superar. Y de hecho se produce algo nuevo, que no se había presentado nunca: se trabaja en la construcción de una nueva imagen del mundo, pero ya no se construye una nueva mansión cósmica. Una vez que se ha tomado en serio el concepto de infinito, no es posible ya con¬vertir el mundo en una mansión para el hombre. Y en la imagen del mundo hay que meter lo infi¬nito, cosa paradójica, porque una imagen, cuando realmente lo es, es también una figura, limitada, y se trata nada menos que de meter en ella lo ilimitado. En otras palabras: si se ha llegado al punto donde termina la imagen o, emplean¬do el lenguaje de la astronomía actual, a las nebu¬losas estelares, que se hallan a cientos de millones de años luz, se tiene que sentir con la mayor claridad que el mundo no acaba ni puede acabar. Observaré de pasada, aunque se comprende por sí mismo, que el concepto de Einstein del espacio finito no es adecuado en manera alguna para con¬vertir de nuevo el mundo en una casa del hombre, ya que esa finitud es esencialmente diferente de aquella que dio origen al sentimiento de una man¬sión del mundo. Más todavía: es muy posible que el concepto del mundo descubierto por el ingenio, desprendido de lo sensible, de los matemáticos, pueda ser accesible alguna vez a la razón natural humana; pero ya no será capaz de dar origen a una nueva imagen del mundo, ni siquiera a una imagen paradójica, como en el caso de Copérnico.


Porque la imagen copernicana vino a colmar los anhelos y vislumbres del alma humana cuando, en los momentos en que la mansión del espacio uni¬versal, la de Aristóteles y Santo Tomás, pareció demasiado angosta, golpeó en sus muros para des¬cubrir alguna ventana hacia un más allá; pero los colmó, en verdad, en una forma que angustió pro¬fundamente a esa misma alma, pues así es su índole; pero el concepto einsteiniano del mundo en modo alguno significa ya el cumplimiento y colmo de una vislumbre del alma sino la contra¬dicción con todas sus presunciones y figuracio¬nes, y su mundo puede ser, todavía, pensado pero no ya representado, y el hombre que lo piensa tampoco vive realmente en él. La generación que asimile la cosmología moderna al grado de con¬vertirla en su pensamiento natural, habrá de ser la primera que, después de varios milenios de imágenes cambiantes del universo, habrá de re¬nunciar a la posesión de una imagen de su mun¬do; esto, precisamente, de vivir en un mundo no imaginable, será su sentimiento peculiar del mun¬do, por decirlo así, su imagen del mundo: irnago mundi nova —irnago nulla.

Me he adelantado mucho a la marcha de nues¬tra investigación. Volvamos a nuestro segundo ejemplo y preguntemos cómo llegamos desde allí a nuestra época, a su peculiar soledad e intempe¬rie del hombre y a su nuevo planteamiento de la cuestión antropológica.
El intento mayor de dominar la nueva situa¬ción del hombre poscopernicano, tal como nos la trasmite Pascal, se debe a un hombre destinado también a una muerte temprana, y que entró en escena poco después de la muerte de Pascal. Con¬siderado desde el ángulo de nuestro problema, el intento de Spinoza significa que se acepta la infi¬nitud astronómica en forma absoluta y, al mismo tiempo, se le arrebata su carácter inquietante: la extensión, a la que se atribuye esta infinitud, de¬mostrándola, es uno de los infinitos atributos de la sustancia infinita y uno de los dos de que te¬nemos noticia; el otro es el pensamiento. La sustancia infinita misma, que Spinoza denomina también Dios, y a cuyo respecto la infinitud del espacio no puede ser más que uno de sus infinitos atributos, ama, se ama a si misma, y se ama tam¬bién a sí misma especialmente en el hombre, por¬que el amor del espíritu humano a Dios no es más que pars infiniti amoris, quo Deus se ipsum arnat. Se contesta a la pregunta de Pascal de qué sea un hombre ante el infinito: un ser en el que Dios se ama a sí mismo. Parece como si la cosmología y la antropología se hubieran reconciliado en for¬ma grandiosa, pero el cosmos no ha vuelto a ser lo que era con Aristóteles y con Santo Tomás; una diversidad plásticamente ordenada en la que cada cosa y cada ser ocupa su lugar, y en la que el ser “hombre” se siente como en su casa en unión con todas ellas.
No tenemos ahora una nueva seguridad de ser-en-el-mundo; pero para Spinoza no haría falta: su veneración por la infinita natura naturans se levanta muy por encima del carácter netamente perfilable de su natura naturata, que resulta incardinada en el sistema sólo conceptualmente, como totalidad de los modos divinos, pero no como cap¬tación y unificación real de las especies y órdenes del ser. No es una nueva mansión cósmica, no hay un plano de una casa ni materiales para construirla: un hombre acepta su intemperie, su falta de mundo, porque ello le capacita para la adaequata cognitio aeternae et infinitae essentiae Dei, le capacita para conocer cómo Dios se ama a sí mismo en él. Pero un hombre que conoce esto no puede ser ya problemático para sí.

En el apartamiento intelectual de Spinoza se había logrado la reconciliación. Pero en la vida concreta del hombre de hecho, dentro del mundo de hecho, en la vida no apartada ni apartable desde la que habló Pascal declarando al mismo tiempo la fragilidad del hombre y el terror del mundo, se hacía cada vez más difícil lograrla. La época del racionalismo, que debilitó y adaptó la espinociana objetivación del ser en que se aúnan el mundo y el hombre, embota la punta de la interrogación antropológica, pero la astilla sigue clavada en la carne y produce secretamente su desazón y entorpecimiento.

Verdad es que se podría señalar a un hombre de la época pos-racionalista, que se presenta como auténtico heredero de Spinoza y se siente feliz con su “atmósfera de paz”, un “hijo de la paz” que pretende mantenerse en paz, “para siempre, con el universo entero”, que captó y penetró este uni¬verso en su plenitud viva, como un todo que en su síntesis con el espíritu “nos ofrece la más bea¬ta seguridad de la armonía de la existencia”. Goe¬the, quien, en su momento histórico, se nos figura que en varios aspectos viene a ser como la euforia bendita que precede al fin de una época, ha sido realmente capaz todavía de vivir efectivamente en el cosmos; pero él, que habla catado las hon¬duras de la soledad (“sobre muchos casos sólo puedo hablar con Dios”), también estuvo expues¬to, en su más recóndita intimidad, a la interroga¬ción antropológica. Cierto que para él el hombre era “la primera conversación que la naturaleza mantiene con Dios”, pero, a semejanza de Wer¬ther, oyó “la voz de la criatura completamente metida en sí, deficiente para sí misma y en in¬contenible calda”.

6

Kant ha sido el primero en comprender la cues¬tión antropológica en una forma crítica que ofre¬cía una respuesta a lo que a Pascal importaba de veras, una respuesta que no iba enderezada meta¬físicamente al ser del hombre sino, gnoseológica¬mente, a su relación con el mundo y que, sin em¬bargo, captó los problemas fundamentales. ¿Qué es este mundo que el hombre conoce? ¿Cómo es posible que el hombre tal como es en su realidad concreta, pueda en general conocer? ¿Cómo está el hombre en el mundo que así conoce, qué es este mundo para él y él para el mundo?

Para comprender en qué medida la Crítica de la razón pura debe ser considerada como respuesta a la cuestión de Pascal examinemos ésta de nue¬vo. El espacio cósmico infinito es inquietante para Pascal y le hace cobrar conciencia del carác¬ter cuestionable del hombre que se halla expuesto en este mundo. Pero lo que le espanta y con¬mueve no es ya la recién descubierta infinitud del espacio por contra de su anterior supuesta fini¬tud. Más bien es el hecho de que, bajo la impre¬sión de lo infinito, le resulta inquietante cualquier concepto del espacio, lo mismo un espacio finito que uno infinito, porque pretender imaginar real¬mente un espacio finito no es empresa menos in¬sensata que la de pretender imaginar el espacio infinito y le hace cobrar al hombre no menos cla¬ramente conciencia de no hallarse a la altura del mundo. Yo mismo a la edad de catorce años viví esto en una forma que ha influido profundamente sobre toda mi vida. Se había apoderado de mí como una obsesión insensata: tenía que tratar de representarme constantemente los límites del es¬pacio o su falta de límites, un tiempo con princi¬pio y fin o un tiempo sin principio ni fin, y ambas cosas eran igualmente imposibles y desesperadas y, sin embargo, parecía que no había opción po¬sible más que entre un absurdo y otro. Me encon¬tré zarandeado entre ambos como por una com¬pulsión irresistible, con peligro tan inminente, a veces, de volverme loco, que seriamente pensé en escapar al peligro mediante el suicidio. A los quin¬ce años encontré la solución en un libro, los Pro¬legómenos a toda metafísica del porvenir, que me atreví a leer a pesar de que en las primeras líneas avisaba que no era para uso de estudiantes sino de futuros maestros. Este libro me explicó que el espacio y el tiempo no son más que las formas en que ocurre necesariamente mi intuición hu¬mana de lo que es, que, por tanto, no eran inhe¬rentes al mundo sino a la índole de mis sentidos. Y también aprendí que para mis conceptos era igualmente imposible decir que el mundo es fini¬to en el tiempo y en el espacio como decir lo contrario. “Porque ninguna de las dos cosas pue¬de estar contenida en la experiencia” y ninguna de las dos puede radicar en el mundo mismo puesto que éste se nos da sólo como fenómeno “cuya existencia y trabazón tiene lugar únicamente en la experiencia
Ambas tesis pueden ser afirmadas y demostra¬das; entre la tesis y la antítesis existe una contra¬dicción insoluble, una antinomia de las ideas cos¬mológicas, pero el ser mismo no es rozado por ninguna de las dos. Ya no me veía obligado a atormentarme con el intento de representarme, primero, una cosa irrepresentable y luego, la con¬traria, no menos irrepresentable: tenía que pensar que el ser mismo se halla sustraído por igual a la finitud espacio-temporal y a la infinitud espacio-¬temporal, porque no hace más que aparecer en el espacio y en el tiempo sin entrar él mismo en esa su aparición. Por entonces comencé a vislum¬brar que existe lo eterno, que es algo muy dife¬rente de lo infinito, como también es muy diferen¬te de lo finito y que, sin embargo, puede darse una comunicación entre el hombre que soy yo y lo eterno.

La respuesta de Kant a Pascal se puede formu¬lar así: lo que te espanta del mundo, lo que se te enfrenta como el misterio de su espacio y de su tiempo, es el enigma de tu propio captar el mundo y de tu propio ser. Tu pregunta ¿Qué es el hombre? es, por tanto, un problema auténtico para el que tienes que buscar la solución.

En este punto se nos muestra la interrogación antropológica de Kant como un legado al que nuestra época no puede sustraerse. Ya no se tra¬za ninguna nueva mansión cósmica para el hom¬bre sino que se exige de é1, como constructor de la casa, que se conozca a sí mismo. Kant entiende que los tiempos que le van a seguir, tan insegu¬ros, serán tiempos de recato y autorreflexión, tiempos antropológicos. Como se desprende de la conocida carta de 1793, fue el primero que vio en la respuesta a la cuarta pregunta una tarea que se propuso a sí mismo y cuya solución segui¬ría a la de las tres primeras cuestiones; realmente no se dio a ella, pero la planteó con tal claridad y urgencia que las generaciones siguientes no lo han podido olvidar y la nuestra parece, finalmen¬te, dispuesta a resolverla.

III

HEGEL Y MARX


1

PERO, de primeras, se produjo una desviación tan radical del planteamiento antropológico como no había ocurrido todavía en toda la historia del pen¬samiento humano. Me refiero al sistema de Hegel, que ha ejercido una influencia decisiva no sólo en la manera de pensar de una época sino en su misma actitud social y política, influencia que ha favorecido la desposesión de la persona hu¬mana concreta y de la sociedad humana concreta en favor de la razón del mundo, de sus procesos dialécticos y de sus formaciones objetivas. Esta influencia ha seguido operando también en pen¬sadores que, después de arrancar de Hegel, se apartaron de él, como ocurre, por un lado, con Kierkegaard, el crítico del cristianismo moderno, quien, como ningún otro pensador de nuestra época, ha comprendido la importancia de la per¬sona, pero continúa, no obstante, viendo la vida de la persona a través de las formas de la dialéc¬tica hegeliana, como un desenvolverse de lo estéti¬co a lo ético y de aquí a lo religioso; y como, por otro lado, ocurre con Marx, quien penetra como nadie lo hiciera en la realidad de la sociedad humana, pero considera su desarrollo a través de las formas de la dialéctica hegeliana, como una transformación de la economía común primitiva en propiedad privada y de ésta en socialismo.


En su juventud, Hegel acogió el planteamiento antropológico de Kant, que si no estaba publicado en su forma definitiva de seguro le era conocido al joven por entonces profundamente engolfado en el estudio de Kant, y fue pensado por él en forma antropológica genuina, ya que, mediante la comprensión de la conexión orgánica de las facultades del alma, trató de llegar a lo que Kant conocía únicamente como idea reguladora, y no como ser vivo, a lo que el joven Hegel denomina (hacia 1798) “la unidad del hombre entero”. Lo que por entonces perseguía ha sido designado, con razón, como metafísica antropológica. Toma tan en serio a la persona humana concreta que con ella demuestra la posición particular que co¬rresponde al hombre. Voy a citar, como ilustra¬ción, un precioso pasaje (tomado de los apuntes “El espíritu del cristianismo y su destino”) que muestra claramente en qué medida trataba Hegel de avanzar en el problema antropológico más allá de Kant: “En cada hombre están la luz y la vida, él es la propiedad de la luz; y no es ilu¬mi-nado por una luz a la manera de un cuerpo opaco que muestra un resplandor que le es ajeno, sino que se enciende con su propia materia ígnea y su llama le es propia.” Hegel no habla en este caso, cosa notable, de un concepto general del hombre sino de “cada hombre”, por lo tanto, de la persona real, de la que tiene que arrancar en se¬rio una antropología filosófica genuina. Pero en vano buscaremos este planteamiento del problema en el Hegel de después, el que ha influido en el pensamiento de una centuria, y hasta me atreve¬ría a decir: en balde se buscaría en él al hombre real.

Si examinamos en la Enciclopedia de las cien¬cias filosóficas la sección que lleva el título de “Antropología” veremos que comienza con ciertas manifestaciones sobre la esencia y el sentido del espíritu, de donde pasa a proposiciones sobre el alma como sustancia; encontraremos indicaciones preciosas acerca de las diferencias que se dan dentro del género humano y de la vida humana, especialmente las diferencias de edad, de sexo, de sueño y vigilia, etc., pero sin que nos sea po¬sible relacionar todo esto con una cuestión en torno a la realidad y significación de esta vida humana; tampoco los capítulos que tratan del sentimiento, del sentimiento en sí, del hábito, nos ayudan en nada al respecto, y en el capítulo que lleva por encabezamiento “El alma real” nos enteramos únicamente de que el alma es, real¬mente, “la identidad de lo interno con lo externo”. El Hegel sistemático ya no arranca como el joven Hegel del hombre mismo, sino de la razón del mundo; para él, el hombre no es más que el prin¬cipio en que la razón del mundo llega a su auto¬conciencia plena y, con ello, a su consumación; todas las contradicciones que se dan en la vida y en la historia de los hombres no conducen a la problemática antropológica sino que se explican por una mera “astucia” de que se vale la idea para llegar a su propio colmo mediante la supera¬ción de la contradicción. La cuestión fundamen¬tal kantiana “¿Qué es el hombre?” es respondida en forma definitiva, según se pretende, pero, en verdad, ha sido opacada como tal cuestión y hasta cancelada. Pero también se ha hecho enmudecer a la primera de las tres preguntas filosóficas de Kant que preceden a la cuestión antropológica, la pregunta de “¿Qué puedo saber?” Si el hombre es el lugar y el medio donde la razón del mundo se cono ce a si misma, entonces no habrá limite algu¬no para lo que el hombre puede saber. Según la idea, el hombre lo sabe todo, como también, se¬gún la idea, lo realiza todo, todo lo que hay en la razón. Ambas cosas suceden en la historia, donde aparecen el Estado perfecto como consumación del ser y la Metafísica perfecta como consuma¬ción del conocimiento. Al experimentar ambas cosas, experimentamos, a la vez, en forma adecua¬da, el sentido de la historia y el sentido del hombre.

Hegel trata de dotar al hombre con una nueva seguridad, trata de edificarle una nueva mansión cósmica. No es posible edificarla en el espacio copernicano y por eso Hegel la levanta sólo en el tiempo, que constituye “la potencia suprema de todo lo que es”1. El tiempo, en la forma de histo¬ria experimentable y completamente comprensible por su sentido, habrá de constituir la nueva mora¬da del hombre. El sistema de Hegel representa, dentro del pensamiento occidental, la tercera gran tentativa de seguridad: después de la cosmológica de Aristóteles y la teológica de Santo Tomás, te¬nemos la logológica de Hegel. Se subyuga toda inseguridad, toda inquietud por el sentido, todo temor por la decisión, toda problemática abismal. La razón del mundo muestra su marcha indecli¬nable a través de la historia, y el hombre indaga¬dor la conoce, mejor dicho, su conocimiento cons¬tituye, propiamente, la meta y término de esa marcha, en la que la verdad que se realiza se sabe a si misma en su realización. Las etapas de la marcha se suceden unas a otras en un orden ab¬soluto: están regidas soberanamente por la ley de la dialéctica, según la cual la tesis es reempla¬zada por la antítesis y ésta por la síntesis. Con la misma seguridad con que marchamos de un piso a otro y de una habitación a otra en una casa bien construida, inconmovible en sus cimientos, muros y techos, así marcha el hombre hegeliano por la nueva mansión cósmica de la historia, cuyo sentido conoce por completo. Cuando se pone a meditar honradamente en la metafísica definitiva, su mirada se sustrae a cualquier amago de vérti¬go, porque todo puede contemplarse dominadoramente desde arriba. El hombre moderno que, a partir de la revolución copernicana, se sentía in¬vadido por el terror del infinito cuando por la noche abría la ventana de su cuarto y se enfren¬taba en la soledad a la oscura inmensidad, podrá, ahora, encontrar sosiego; y si el cosmos no se hace familiar a su corazón por su inmensidad infinita y por su pequeñez infinita, el orden seguro de la historia lo acoge hogareñamente, pues no es ella más que la realización del espíritu. Se ha supera¬do la soledad y se ha apagado la interrogación por el hombre.

Pero nos encontramos con un fenómeno his¬tórico sorprendente. En épocas anteriores era menester la acción crítica de unos cuantos siglos para conmover la seguridad cósmica y hacer que surgiera con nuevo ímpetu la cuestión antropo¬lógica. La imagen hegeliana del mundo actúa con una fuerza irresistible sobre una época en todos los dominios del espíritu, pero la rebelión surge casi de inmediato y, con ella, se renueva la exi¬gencia de una perspec-tiva antropológica. Se admi¬ra, se explica y hasta se imita la mansión cósmica levantada por Hegel, pero resulta que es inhabi¬table. El pensamiento la corrobora y la palabra la ensalza, pero el hombre real no acaba de en¬trar en ella. En el mundo de Aristóteles, el hombre real de la Antigüedad se sintió hospedado, y lo mismo le ocurrió al cristiano real con el mundo de Santo Tomás; el mundo de Hegel jamás ha sido el mundo real del hombre moderno real. Sólo por un momento ha podido posponer Hegel la cuestión antropológica de Kant en el pensamiento de la humanidad; pero la vida de los hombres ni por un momento ha podido aplacar la gran inquie¬tud antropológica que asoma por primera vez en la época moderna con la interrogación de Pascal. Entre las causas de este fenómeno sólo voy a referirme a una. Una imagen mental del mundo que se levanta en el tiempo, jamás podrá propor¬cionar aquel sentimiento de seguridad propio del edificio levantado en el espacio.

Para darnos cuenta de este hecho tenemos que distinguir de la manera más cabal entre el tiempo cosmológico y el antropológico. Podemos abarcar el tiempo cosmológico, es decir, emplear su con¬cepto como si, relativamente, el tiempo existiera ya en su totalidad, aunque el futuro no se nos haya dado todavía. Por el contrario, el tiempo antropológico, es decir, el tiempo que cuenta en la realidad peculiar del hombre concreto, que quiere conscientemente, no lo podemos abarcar así, ya que el futuro no puede dársenos de ante¬mano, porque, según me dicen mi conciencia y mi voluntad, depende en cierta medida de mi de¬cisión. El tiempo antropológico es real sólo en aquella parte que se llama pasado. La diferencia no es la misma que hace Bergson, en el que la durée significa un presente en fluencia, ya que el órgano para el tiempo antropológico a que me refiero es, esencialmente, la memoria, una memo¬ria, ciertamente, abierta de continuo hacia el pre¬sente: en cuanto experimentamos algo como tiem¬po, en cuanto somos conscientes de la dimensión temporal como tal, entra ya en juego la memoria; en otras palabras: el puro presente no conoce ninguna conciencia temporal específica. Cierto tam¬bién que no conocemos por completo el tiempo cosmológico, no obstante nuestro conocimiento de los movimientos regulares de los astros, etc., y, sin embargo, en nuestros pensamientos pode¬mos ocuparnos como de algo real de aquella parte del tiempo que no conocemos todavía y de las acciones futuras de los hombres que ignoramos, porque en el momento en que las pensamos exis¬ten ya todas sus causas. Por el contrario, no es posible que nos ocupemos en nuestros pensamien¬tos con el futuro antropológico como algo real, puesto que la decisión mía, que habrá de ocurrir en el momento próximo, no ha ocurrido todavía. Lo mismo se puede decir de las decisiones de los demás hombres, ya que, a base del concepto an¬tropológico del hombre como un ser que quiere deliberadamente, sé que no puede ser comprendi¬do, sencillamente, como una parte del universo. En la circunscripción del mundo humano, delimi¬tado por el problema del ser humano, no existe ninguna seguridad del futuro.

El tiempo que acogió Hegel en los cimientos de su imagen del mundo, el tiempo cosmolgico, no es el tiempo concreto del hombre sino su tiempo mental. Incorporar la consumada perfec¬ción a la realidad de lo que es, he aquí algo que el pensamiento humano puede hacer, pero no algo que pueda lograr la viva representación humana; se trata de algo que se puede pensar, pero que no se puede vivir. Una imagen intelectual del mundo que acoge en si la “meta de la historia universal”, no posee, por esta parte, ninguna fuer¬za aseguradora; la línea continua desemboca aquí en una línea de puntos que ni el más poderoso de los filósofos podrá transformar, en verdad, en una línea firme. La única excepción la representa una imagen del mundo que se basa en la fe: sólo la fuerza de la fe puede experimentar la perfec¬ción como algo asegurado, como algo que nos es garantizado por alguien en quien confiamos, en quien confiamos que saldrá fiador de lo que toda¬vía no es nuestro mundo. La historia de la reli¬gión nos da a conocer dos grandes imágenes del mundo de esta categoría: la del mesianismo per¬sa, en la que se garantiza la futura victoria final y completa de la luz sobre las tinieblas, en un tiempo preciso, y el mesianismo israelita, que re¬chaza un emplazamiento semejante, porque com¬prende al hombre mismo, al hombre frágil, con¬tradictorio, problemático, como un elemento que lo mismo puede cooperar en aquella victoria como entorpecerla; pero también este mesianismo ga¬rantiza la redención definitiva y completa por la fe en el poder redentor de Dios, quien realiza su obra en la historia a través de los hombres que se le resisten. En la imagen cristiana del mundo, tal como la vimos desplegarse en Santo Tomás, sigue actuando el mesianismo, aunque en forma atenuada.

En el sistema de Hegel, el mesianismo se ha secularizado, es decir, se ha trasladado de la es ¬fera de la fe, en la cual el hombre se siente unido con el objeto de su fe, a la esfera de la con vicción evidente, en la que el hombre considera y medita el objeto de su convencimiento. Esto ha sido di¬cho repetidas veces. Pero no se ha tenido bastante en cuenta que en un trasla-do semejante no es posible trasladar también el elemento de la con¬fianza. Porque si es posi-ble reemplazar la fe en la creación por la convicción del desarrollo, la fe en la revelación por la convicción en el conoci¬miento creciente, ya no es posible reemplazar en verdad la redención por el convencimiento de la perfección del mundo a partir de la idea, porque sólo la confianza en alguien digno de confianza puede fundar una relación de seguridad absoluta respecto al futuro. Digo que no puede reempla¬zarla verdaderamente, es decir, que no puede re¬emplazarla en la vida real y para la vida real. Porque en el puro pensamiento, la convicción de la autorrealización de una razón absoluta en la historia nos aporta no menos que la fe mesiánica en Dios por lo que respecta a la relación del hom¬bre con el futuro, y hasta aporta más, pues resul¬ta, como si dijéramos, químicamente pura y no muestra ninguna mezcla concreta perturbadora; pero el pensamiento, por si solo, no dispone del poder de edificar la vida real del hombre, y ni la seguridad filosófica más rigurosa puede dotar al alma de aquella certeza íntima de que el mundo, tan deficiente, es conducido totalmente a su per¬fección.

En Hegel no se presenta la problemática del futuro, puesto que, en el fondo, considera que la irrupción de la plenitud está teniendo lugar en su propia época y con su propia filosofía, de suerte que el movimiento dialéctico de la idea a través del tiempo ha llegado propiamen-te a su meta fi¬nal: pero ¿dónde está el fervoroso adorador del filósofo que haya compartido verdaderamente este automesianismo secular, es decir, no sólo lo haya aceptado con la men te sino vivido en toda su vida real, como ha ocurrido siempre en la historia de la religión?

Cierto que en el círculo de las influencias hege¬lianas nos encontramos con una manifestación importante que parece contradecir lo que veni¬mos diciendo sobre su relación con el futuro. Me refiero a la teoría de la historia de Marx, que se basa en la dialéctica hegeliana. También en este caso se proclama una seguridad respecto a la culminación, también en este caso el mesianismo se halla secularizado; y, sin embargo, el hombre real, en la forma de las masas proletarias de nues¬tro tiempo, ha acogido esta seguridad y ha conver¬tido este mesianismo secularizado en su fe. ¿Cómo entender esto? Marx ha realizado, frente al mé¬todo de Hegel, lo que podríamos denominar re¬ducción sociológica. Quiere decirse, que no pretende ofrecer ninguna imagen del mundo, que no ha menester de ninguna nueva imagen del mundo. (Lo que más tarde —1880— pretendió llevar a cabo Engels bajo el título Dialéctica de la natu-ra¬leza, ofreciendo una imagen del mundo que no es más que la reproducción de la teoría de Haeckel y otros evolucionistas, se halla en contradicción completa con la reserva funda-mental practicada por Marx.) Lo que Marx pretende ofrecer a los hombres de su tiempo no es una imagen del mun¬do sino una imagen de la sociedad, mejor dicho: la imagen del camino a través del cual podrá lle¬gar la sociedad humana a su perfeccionamiento.

En lugar de la idea o de la razón del mundo hegeliana, tenemos las humanas “relaciones de producción”, de cuya transformación resulta la transformación de la sociedad. Las relaciones de producción son para Marx lo esencial y sustanti¬vo, aquello de donde arranca y adonde nos vuelve a conducir; para él, no hay ningún otro origen ni ningún otro principio. Cierto que estas relacio¬nes no pueden ser tratadas como el alfa y el ome¬ga, al igual de la razón cósmica de Hegel; pero, precisamente, la reducción significa la renuncia absoluta a una perspectiva del ser en la que ha¬bría un alfa y un omega, un comienzo y un final.

Sobre las relaciones de producción únicamente se levanta, según Marx, el hogar en que el hombre puede vivir, es decir, en el que podrá vivir una vez que esté acabado.
El mundo del hombre es la sociedad. Mediante esta reducción se logra, en efecto, una seguridad que las masas proletarias, por lo menos durante una época, han aceptado e incorporado realmen¬te a sus vidas. Cuando dentro del marxismo se ha intentado, como en el caso de Engels, hacer caso omiso de la reducción, pretendiendo ofrecer al proletario una imagen del mundo, no se ha logrado más que acumular sobre la comprobada seguri¬dad vital una seguridad intelectual totalmente des¬provista de fundamento y, de ese modo, se ha desprovisto a aquélla de su fuerza genuina. Es verdad que a la reducción se añade todavía algo más, especialmente importante. Hegel ve la cul¬minación de los tiempos en sus propios días, en los que el espíritu absoluto arriba a su meta. Claro que Marx no puede ver la alborada de esta ple¬nitud en la época del apogeo del capitalismo, que tiene que ser suplanta-da por el socialismo consu¬mador. Pero ve en su época algo existente y cuya existencia parece anunciar y garantizar la pleni¬tud de los tiempos: el proletariado. Su existencia encarna la superación del capitalismo, la “nega¬ción de la negación”. “Cuando el proletariado, dice Marx, proclama la disolución del orden actual del mundo, no hace sino proclamar el secreto de su propia existencia, que no es otro que la diso¬lución de hecho de este orden del mundo”.

Esta tesis fundamental le permite a Marx ofre¬cer una seguridad al proletariado. No necesita creer en otra cosa que en su propia pervivencia hasta la hora en que de su existencia se origine su acción. El porvenir aparece vinculado al pre¬sente vivido de inmediato y garantizado por él. El pensamiento no posee el poder de estructu¬rar la vida real del hombre, pero la vida misma sí posee este poder, y el espíritu lo posee cuando reconoce el poder de la vida y vincula su propio poder, que por su índole y acción es diferente, al poder de la vida.

En esta su visión del poder de la vida social Marx tiene y no tiene razón. Tiene razón porque, en efecto, es la vida social, como toda vida, la que engendra las fuerzas que podrán renovarla. Pero no tiene razón, porque la vida humana, a la que pertenece la social, se diferencia de todos los de¬más géneros de vida porque en ella quien decide es una fuerza diferente de todas las demás fuer¬zas: se diferencia, en efecto, de ellas porque no representa una cantidad sino que da a conocer la medida de su potencia en la acción misma. Y depende de la dirección y potencia de esta fuerza la medida en que podrán actuar las fuerzas reno¬vadoras de la vida, y también si no habrán de con¬vertirse, por el contrario, en fuerzas destructoras.

El desarrollo depende, esencialmente, de algo que no se puede explicar partiendo de él. En otras palabras: que no hay que confundir el tiem¬po antropológico con el cosmológico ni en la vida personal del hombre nl en su vida social, ni aun en el caso en que a ese tiempo cos-mológico se le revista con la forma del proceso dialéctico, como hace Marx, por ejemplo, con su dicho famoso de que la producción capitalista engendra su nega¬ción “ con la necesi-dad de un proceso natural”. A pesar de toda su reducción sociológica, intro¬duce en su consideración del futuro el tiempo cosmológico, siguiendo en esto las huellas de He¬gel, un tiempo que, como sabemos, e ajeno a la realidad del hombre. No existe aquí el problema de la realidad del hombre. No existe aquí el pro¬blema de la decisión humana como ralz del acae¬cer y del destino sociale.

Semejante doctrina puede seguir imperando mientras no se enfrente con un momento histó¬rico en el que se haga sentir en grado espantoso la problemática de la decisión humana. Me refiero a un momento en el que acontecimientos catas¬tróficos ejercen una influencia sobrecogedora y paralizante sobre el poder de decisión del hombre, moviéndole a menudo a renunciar a ella en favor de una élite negativa de hombres que carecen de frenos internos y que, por consiguiente, se com¬portan como lo hacen no por una decisión real sino para afirmar su poder. En situaciones pa¬rejas el hombre que persigue la renovación de la vida social, el hombre socialista, podrá participar en la resolución del destino de su sociedad única¬mente si cree en su propio poder de decisión, si sabe que es ello lo que importa, porque sólo enton¬ces actualizará en los efectos de su decisión la potencia máxima de su fuerza resolutiva. En un momento semejante, podrá tomar parte en la re¬solución del destino de su sociedad únicamente si su concepto de la vida no contradice en modo alguno a su experiencia de la vida.

Hegel concertó compulsivamente la trayectoria de los astros y el camino de la historia en una seguridad especulativa. Marx, que se limitó al mundo humano, no le prometió más que una se¬guridad del futuro que también es dialéctica pero que opera como una seguridad de hecho. En la actualidad, la seguridad en el caos ordenado ha sufrido un terrible cambio histórico. Ya se acabó el sosiego, ya asomó un nuevo pánico antropo¬lógico y la cuestión acerca de la esencia del hombre se yergue de nuevo ante nosotros con un tamaño y espanto nunca vistos y no ya revestida con ropaje filosófico sino en la cruda desnudez de la existencia. No hay ninguna garantía dialéc¬tica que pueda evitar el derrumbe del hombre; sólo de él depende si tendrá fuerza para levantar el pie y para dar el paso que lo aleje del abismo. La fuerza para dar ese paso no puede provenirle de ninguna seguridad del futuro sino de esas hon¬duras de la inseguridad en las que el hombre, presa de la desesperación, responde a la pregunta por la esencia del hombre mediante su resuelta decisión.



IV

FEUERBACH Y NIETZSCHE


1

PERO CON Marx nos encontramos ya en medio de la rebelión antropológica contra Hegel. Y ya en el mismo Marx percibimos con toda claridad el ca¬rácter peculiar de esta rebelión: se vuelve a la limitación antropológica de la imagen del mundo, sin volver, no obstante, a la problemática antro¬pológica, al planteamiento antropológico de la cuestión. El filósofo que se rebela de esta suerte contra Hegel y de quien hemos de considerar dis¬cípulo a Marx, a pesar de todas las diferencias y hasta oposiciones, es Feuerbach. La reducción sociológica de Marx ha sido precedida por la re¬ducción antropológica de Feuerbach.

Para comprender debidamente la pugna de Feuerbach con Hegel y la significación que para la antropología tiene esta pugna, lo mejor es arrancar de la cuestión fundamental: ¿Cuál es el comienzo de la filosofía? Kant, oponiéndose al ra¬cionalismo y apoyándose en Hume, había colocado en el comienzo el conocimiento, como aquello que es lo inmediatamente primero para el hombre que filosofa; con esto había convertido en el pro¬blema filosófico decisivo qué es el conocer y cómo es posible. Este problema, como vimos, le con¬dujo a la cuestión antropológica: ¿Qué clase de ser será éste que conoce de tal suerte, es decir, el hombre? Hegel salta por encima de este comienzo y con la conciencia más expresa. En el comienzo de la filosofía, según él, como con toda claridad lo dice en la primera edición de su Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1817), no debe haber ningún objeto inmediato, porque la inmediatez repugna por esencia al pensar filosófico; en otras palabras, que la filosofía no debe arrancar, como en el caso de Kant y el de Descartes antes de él, de la situación del que filosofa, sino que debe “anticipar”. Esta anticipación la lleva a cabo me¬diante la proposición: “El puro ser constituye el comienzo”; lo que se aclara en seguida de la si¬guiente manera: “El ser puro es la abstracción pura.” A partir de ese fundamento, Hegel puede convertir el desarrollo de la razón del mundo en objeto de la filosofía, sustituyendo así al conocer humano. Éste es el punto en que comienza la pugna de Feuerbach. La razón del mundo no es más que un nuevo concepto que encubre a Dios; y así como la teología cuando hablaba de Dios no hacía sino trasplantar al ser humano de la tierra al cielo, así también cuando la metafísica habla de la razón cósmica no hace sino trasplan¬tar el ser humano de su ser concreto a un ser abstracto.

La nueva filosofía —así lo formula en su ensayo programático Los principios de la filosofía del porvenir (1843)— tiene como comienzo suyo “no el espíritu absoluto, es decir, abstrac-to, no, para decirlo en una palabra, la razón en abstracto, sino el ser real y entero del hom-bre”. Por consiguien¬te, Feuerbach tratará de convertir en punto de arranque del filosofar no ya, como Kant, el cono¬cer humano, sino el hombre entero. También la naturaleza ha de ser entendida, según él, como “base del hombre”. “La filosofía nueva, nos dice, convierte al hombre... en el objeto único, univer¬sal... de la filosofía, es decir, convierte a la an¬tropología... en ciencia universal.” Así se ha llevado a efecto la reducción antropológica, la re¬ducción del ser a la existencia humana.

Se podría decir: Hegel, al asignar su lugar al hombre, sigue el primer relato de la creación, el del primer capítulo del Génesis, la creación de la naturaleza, en el que el hombre es creado el último y colocado en su lugar en el cosmos, pero de suerte que no sólo se termina la creación sino que también resulta acabada por su sentido, ya que ha surgido la “imagen de Dios”; Feuerbach sigue el segundo relato de la creación, el del se¬gundo capítulo del Génesis, la creación de la his¬toria, donde no hay ningún otro mundo más que el mundo del hombre, con éste en su centro y dando a cada ser vivo su verdadero nombre. Ja¬más se había reclamado una antropología filosó¬fica con semejante fuerza. Pero el postulado de Feuerbach no nos lleva más allá del umbral adon¬de nos había conducido la cuarta pregunta de Kant. Más todavía: en un aspecto decisivo, no sólo sentimos que no estamos más allá de Kant sino mucho más acá. En la exigencia de Feuerbach no ha entrado, propiamente, la cuestión “¿Qué es el hombre?”; como que la exigencia suya signifi¬ca, en verdad, la renuncia a esta cuestión.

Su reducción antropológica del ser es la re¬ducción al hombre no problemático. Pero el hom¬bre real, el hombre que se enfrenta a un ser no humano, que se le viene encima constantemen¬te como un destino inhumano y que, sin embar¬go, osa conocer este ser y este destino, no es pro¬blemático; antes bien, es el comienzo de todo problematismo. No es posible una antropología filosófica si no arranca de la cuestión antropoló¬gica. Sólo podemos llegar a aquélla si captamos y expresamos esta cuestión con mayor hondura4 agudeza y rigor y con mayor impasibilidad, tam¬bién, de lo que hasta ahora se ha hecho. La ge¬nuina significación de Nietzsche radica, como veremos, en un ahondamiento y agudización de la cuestión.

Pero tenemos que demoramos todavía en Feuer¬bach, en razón de algo que reviste importancia extraordinaria para nuestra meditación contempo¬ránea del hombre. Feuerbach no alude con el hombre que constituye el objeto supremo de la filosofía al hombre como individuo; alude al hom¬bre con el hombre, al enlace de yo y tú. “El hombre individual en sí, nos dice en su progra¬ma, no tiene en sí la esencia del hombre, ni como ser moral ni como ser pensante. El ser del hom¬bre se halla sólo en la comunidad, en la unidad del hombre con el hombre, una unidad que se apoya, únicamente, en la realidad de la diferencia entre yo y tú.” Este pasaje no ha sido desarrolla¬do después por Feuerbach. Marx no ha acogido en su concepto de la sociedad el elemento de la relación real entre el yo y el tú, realmente dife¬rentes, y por eso ha opuesto a un individualismo ajeno a la realidad un colectivismo no menos irreal. Pero Feuerbach ha iniciado con aquel pa¬saje ese descubrimiento del tú que se ha califica¬do de “revolución copernicana” del pensamiento moderno y de “acontecimiento elemental”, “tan preñado de consecuencias como el descubrimiento del yo que hizo el idealismo” y que “debe condu¬cir a un segundo recomenzar del pensamiento europeo que nos lleve más allá del arranque car¬tesiano de la filosofía moderna”.1 A mí mismo me proporcionó en mi juventud el estímulo decisivo.

Nietzsche se apoya con mucha mayor fuerza de lo que generalmente se cree en la reducción antro¬pológica de Feuerbach. Queda por detrás de él al perder de vista la esfera autónoma de las rela¬ciones entre el yo y el tú, y al darse por satisfecho, respecto a las relaciones interhumanas, con pro¬longar la línea de los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII para terminar con una exposi¬ción del origen y desarrollo de la moral. Pero avanza mucho más que Feuerbach cuando, en una forma en que no lo había hecho antes ningún pensador, coloca en el centro del estudio del mun¬do al hombre, y no como Feuerbach al hombre como ser claro y unívoco sino como ser proble¬mático, dotando así a la cuestión antropológica de una fuerza y pasión sin precedentes.

El gran tema de Nietzsche es, propiamente, el problematismo del hombre y este tema le pero ocu¬pa a lo largo de todos sus ensayos filosóficos. Ya en sus comentarios sobre Schopenhauer como educador (1874) plantea una cuestión que parece una glosa a la cuarta pregunta de Kant, y en ella se refleja nuestra edad como en la de Kant la suya: “¿Cómo puede conocerse el hombre?” Y añade, para aclarar: “Es una cosa oscura y vela¬da.” Diez años más tarde tenemos una aclara¬ción de esta aclaración: el hombre es “el animal no fijado todavía.” Esto quiere decir: no es una especie determinada, unívoca, definitiva como las demás, no es una figura acabada sino algo en deve¬nir. Si lo consideramos como una figura acabada nos tiene que aparecer como “la suprema equivo¬cación de la naturaleza y como contradictorio en si mismo”, porque es el ser que, a consecuencia de una separación violenta del pasado animal, pa¬dece en sí mismo, en el problema de su senti¬do. Pero esto no es más que una transición. De verdad, el hombre, como se expresa Nietzsche finalmente en los apuntes que se han agrupado después de su muerte bajo el título de La volun¬tad de poderío, es “co-mo un embrión del hombre del porvenir”, del hombre genuino, de la genuina especie hom-bre. Pero la paradoja consiste en que no está asegurado el nacimiento de este hombre futuro auténtico; el hombre actual, el de la transi¬ción, tiene que crearlo de la misma estofa de que está hecho. “El hombre es algo blando y plástico, se puede hacer de él lo que se quiera.”
El hombre, el animal hombre no tuvo “hasta ahora ningún sentido. Su existencia sobre la tierra no contaba con ninguna meta; la pregunta ‘¿para qué hay hombre?’ no tenía respuesta.” Padecía, pero no era el padecimiento mismo su problema sino el hecho de que faltara la respuesta al grito interrogante, ¿Para qué padecer?” El ideal ascé¬tico del cristianismo quiere liberar al hombre de la falta de sentido del padecer; lo logra arrancán¬dole de los fundamentos de la vida y llevándole a la nada. El sentido que el hombre tiene que prestarse a sí mismo lo ha de sacar de la vida. Pero la vida es “voluntad de poderío”; todo gran hombre, toda gran cultura, se han desplegado gracias a una voluntad de poderío con buena con¬ciencia. Los ideales ascéticos, que han dotado al hombre de “mala conciencia”, han reprimido esta voluntad. El hombre genuino será aquel que ten¬ga buena conciencia de su voluntad de poderío. Éste es el hombre que debemos “crear”, que debemos “criar”, y por quien tenemos que “supe¬rar” eso que se llama hombre.

El hombre de hoy no es “ninguna meta sino un camino, una encrucijada, un puente, una gran promesa”. Esto es lo que, según Nietzsche, distin¬gue al hombre de todos los animales: es “un animal que puede prometer”; esto es, que trata una porción del futuro como algo que depende de él y por lo que se pone en juego. Ningún animal puede otro tanto. Esta cualidad humana ha surgido de la relación contractual entre acree¬dor y deudor, de la obligación del deudor. “El concepto moral capital de ‘deber’ se origina del concepto material de ‘deuda’.” * Y la sociedad humana ha disciplinado con todos los medios a su alcance esta propiedad así surgida para mantener al individuo en el cumplimiento de sus deberes morales y sociales. Los ideales ascéticos repre¬sentan los medios supremos. El hombre, para que en verdad sea un camino, tiene que liberarse antes que nada de su mala conciencia y de la mala re¬dención de esta conciencia. Ya no promete más a los demás el cumplimiento de deberes sino que se promete a sí mismo el cumplimiento del hombre.

Todo lo que en este discurrir de Níetzsche re¬sulta respuesta es falso. Es falso, en primer lugar, él supuesto sociológico y etnológico sobre la pre¬historia del hombre. El concepto de “deber” se halla ya muy desarrollado en las formas de socie¬dad más primitivas que conocemos, las que igno¬ran casi la relación entre acreedor y deudor: debe quien viola las leyes fundamentales que rigen a la sociedad y que casi siempre se atribuyen a un fundador divino; el muchacho que es acogido en la tribu y se entera de sus leyes obligatorias, pro¬mete y debe; a menudo, esta promesa se halla bajo el signo de la muerte, que es ejecutada, sim¬bólicamente, con un renacimiento también simbó¬lico, en el muchacho. Porque el hombre ha apren¬dido a prometer se puede desarrollar la relación contractual particular sobre el deudor, que pro¬mete, y el acreedor al que se le promete.

También es falsa, en segundo lugar, la idea psicológica e histórica sobre la voluntad de pode¬río. El concepto de Nietzsche de “voluntad de poderío” no es tan univoco como la “voluntad de vivir” de Schopenhauer, en la que se inspira. Unas veces entiende por ella la voluntad de lograr poder y cada vez más poder; “todo lo que sucede de intento, nos dice, se puede reducir al inten¬to de aumentar el poder”; todo lo que vive “per¬sigue el poder, el poder en el poder”, “la sensación máxima de poder”. Pero otras veces la define como el “anhelo insaciable de mostrar poder, sin aplicar, sin ejercer este poder”. Son dos cosas diferentes. De todos modos, podríamos conside¬rarlas como los dos aspectos o factores del mismo proceso. Y, sin embargo, nos damos cuenta de que la verdadera grandeza histórica, tanto en la historia del espíritu como en la de la cultura, y también en la de los pueblos y los estados, no queda caracterizada ni por un aspecto ni otro. La grandeza, por su esencia, im-plica un poder, pero no una voluntad de poder. Para la verdadera grandeza es necesario estar dotado de una poten¬cia interna que, a veces, se convierte en un poder tenaz e irresistible sobre los hombres, otras, opera callada y lentamente sobre una multitud que tam¬bién aumenta callada y lentamente, y, en ocasio¬nes, hasta parece que no actúa sino que permanece en si misma irradiando unos rayos que acaso alcanzarán la mirada de una época lejana. Pero nada tiene que ver la grandeza con el afán de “aumentar” el poder o de “ostentarlo”.

El gran hombre, ya lo consideremos en la máxi¬ma actividad de su obra o en el equilibrio repo¬sado de sus fuerzas, es poderoso, indeliberada y abandonadamente poderoso, pero no anhela el poder. Lo que anhela es la realización de lo que lleva en el pecho, la encarnación del espíritu. Cla¬ro que para esta realización tiene menester de su poder; porque el poder —si despojamos al con¬cepto del patetismo ditirámbico con que lo revis¬tió Nietzsche— no significa otra cosa sino la capacidad de realizar lo que se pretende realizar; pero tampoco anhela esta capacidad, que no es sino un medio obvio, ineludible, sino que anhela, cada vez, aquello que pretende y es capaz de rea¬lizar. Así comprendemos la responsabilidad en que se encuentra el poderoso respecto a si real¬mente sirve y en qué medida a sus metas; así comprendemos también la seducción del poder, que no consiste en otra cosa sino en traicionar la meta, en ser desleal al fin, entregándose al po¬der por el poder. Cuando vemos que un gran hombre anhela el poder en lugar de la meta real, nos damos cuenta de que no está sano, mejor dicho, que no es sana su relación con su obra. Por su arrogancia, la obra se le desliza de entre las manos, no se lleva a cabo la encarnación del espíritu y, para escapar a la amenazadora falta de sentido, echa mano del poder vacío. Esta enfermedad coloca al genio al mismo nivel de esos histéricos de la historia que, impotentes por naturaleza, se enardecen por el poder, por una creciente ostentación e incremento de poder, para gozar así la ilusión de la potencia íntima, y en este su afán de poder, no pueden permitirse nin¬guna pausa, porque ella significa la posibilidad de darse cuenta del vacío y derrumbarse.

También comprendemos la relación entre poder y cultura. Constituye un elemento esencial de casi todas las historias nacionales que la dirección política, históricamente importante, de una na¬ción, pugna por la adquisición y aumento de poder por esta nación, es decir, que eso mismo que en la vida personal, según vimos, se nos muestra como un rasgo patológico, parece ser lo normal en la relación entre los representantes históricos de un pueblo y este mismo pueblo. Pero también aquí los modos se diferencian en forma decisiva. Lo que importa, por encima de todo, es si el caudillo sueña con el poder para su pueblo sólo por mor del poder mismo o para que el pueblo alcance la capacidad de realizar lo que en la visión del con¬ductor aparece como esencia del destino de este pueblo, aquello que él mismo ha descubierto en su propia alma y se le aparece como diagnóstico de un futuro que está esperando a la acción de este pueblo para tomar cuerpo. Si el hombre his¬tórico anhela de este modo el poder para su na¬ción, en tal caso lo que él realice al servicio de su voluntad o de su vocación se convertirá en un fomento, enriquecimiento y renovación de la cul¬tura nacional; mas si anda tras el poder nacional por sí mismo, puede que alcance los éxitos mayo¬res, pero, en definitiva, no logrará sino debilitar y mutilar la cultura nacional que pretendió exal¬tar. Pocas veces coinciden los días de cultura máxima de una comunidad con las cimas de su poder; el poder cultural creador, genuino e inde¬liberado, precede casi siempre a la época del afán y la lucha por el poder, y la actividad cultural que sigue a ésta consiste, casi siempre, en un compilar, completar e imitar, a no ser que un pue¬blo vencido insufle al poderoso vencedor nueva fuerza cultural elemental, trabándose con él en forma que el pueblo políticamente inferior repre¬sente culturalmente el principio más fuerte, fe¬cundo y renovador.

Nadie se dio mejor cuenta de que raras veces se conciertan el poderío político y la capacidad cultural creadora —que consiste en dar cuerpo a la forma interna— que aquel hombre a quien Nietzsche admiró más que a ningún otro con¬temporáneo, pero que se mantuvo ante él en un distanciamiento creciente: el historiador Jakob Burckhardt. Pero, cosa sorprendente, la chispa que encendió el entusiasmo de Nietzsche por la voluntad de poderío acaso proceda de una lección de Burckhardt del año 1870 a la que asistió aquél. El curso ha sido reunido póstumamente con el título de Weltgeschichtliche Betrachtungen,* uno de los pocos libros importantes acerca de las po¬tencias que determinan lo que llamamos historia. Leemos en ese libro que “el verdadero aguijón de las grandes individualidades históricas no es la gloria ni la ambición sino el ‘sentido del poder’, que hace agitarse al gran hombre en un ímpetu irresistible”. Pero Burckhardt entiende por eso algo muy diferente de la voluntad de poderío. Ve el “destino de la grandeza” en que ejecuta una “voluntad que se cierne sobre lo individual”. Pue¬de que la comunidad o la época no tengan con¬ciencia de esta voluntad; “el individuo sabe lo que la nación debería querer propiamente y lo eje¬cuta” porque en él “se ha concentrado la fuerza y la capacidad de infinitas gentes”. Se muestra en este caso, como dice Burckhardt, una coincidencia misteriosa del egoísmo del individuo con la grandeza de la totalidad. Pero esta armonía puede romperse cuando los medios de poder em¬pleados “repercuten sobre el individuo y, a la larga, le quitan la gana de las grandes metas”. Basándose en esta idea, Burckhardt pronunció en otra lección de la misma época, recogiendo la frase de otro historiador, Schlosser, aquel dicho famoso, tantas veces repetido pero también mal interpretado: “Y el poder es en sí malo, quien¬quiera que lo maneje. No es un permanecer, sino un codiciar y, por eso mismo, insaciable, y por eso, también, desdichado en sí mismo y que no puede menos de hacer desdichados a los demás.” Frase que podemos comprender muy bien, dentro de la conexión de ideas de Burckhardt, si tene¬mos en cuenta que está hablando del poder en si.

Mientras el poder de un hombre, es decir, su capacidad de realizar lo que lleva in mente se ha¬lle vinculado a esta meta, a la obra, a la vocación, su poder, considerado en sí mismo, no es ni bue¬no ni malo, sino un instrumento adecuado o in¬adecuado. Pero una vez que se rompe o se afloja la vinculación a la meta, una vez que este hombre entiende el poder no como capacidad de hacer algo sino como posición, es decir, el poder en sí y por sí, sin duda que entonces su poder, abstraí¬do, que se satisface a sí mismo, es malo; es el poder que se sustrae a la responsabilidad, el po¬der que traiciona al espíritu, el poder en si. Es el gran aguafiestas de la historia universal. El au¬téntico conocimiento de la realidad histórica tenía que rectificar así la falsa respuesta de Nietzsche a la cuestión antropológica, esa respuesta según la cual hay que comprender al hombre a partir de la voluntad de poderío, liberándolo así de su problematismo.

Como vemos, Nietzsche no nos ha ofrecido una base positiva de su antropología filosófica. Pero al convertir, como ningún pensador antes, la pro¬blemática de la vida humana en el objeto propio del filosofar, ha dado un nuevo impulso poderoso a la cuestión antropológica. Y hay que notar, especialmente, que a la larga de todo su pensa¬miento alienta el empeño por resolver el problema particular que es el hombre en su sentido riguro¬so. El patetismo de la interrogación antropológica de un Agustín, de un Pascal y también de un Kant se fundaba en el hecho de que percibimos en nos¬otros mismos algo que no podríamos explicar tan sólo por la naturaleza y su desarrollo. Hasta Nietzsche, el “hombre” es para la filosofía, en cuanto se interesa por lo antropológico, no ya una mera especie sino una categoría. Pero Nietzsche, influido tan decisivamente por el siglo xviii que a veces se le podría considerar como un místico de la Ilustración, no reconoce semejante catego¬ría, semejante problema radical. Trata de des¬arrollar una idea ya apuntada por Empédocles pero que, desde entonces, jamás ha sido tratada en forma genuinamente filosófica: pretende com¬prender al hombre genéticamente, como algo que ha surgido del mundo animal y ha salido fuera de él. “No hacemos derivar al hombre, escribe, del ‘espíritu’ sino que lo hemos vuelto a colocar entre los animales”. He aquí una frase que podría en¬contrarse muy bien. en cualquier enciclopedista francés. Pero, con todo, Nietzsche tiene profunda conciencia de la específica problemática humana. Y quiere comprender esta problemática conside¬rando que el hombre salió fuera del mundo ani¬mal y perdió sus instintos; es problemático porque es una “especie tensísima de animal” y represen¬ta, por lo mismo, una “enfermedad” de la tierra.


El problema del hombre es, para Kant, un problema límite, esto es, el problema de un ser que pertenece a la naturaleza pero no sólo a ella, un ser instalado en los límites entre la naturaleza y otro reino; para Nietzsche el problema del hom¬bre es un problema marginal, el problema de un ser que salió del interior de la naturaleza y se deslizó hacia su saledizo, hacia el alero peligroso del ser natural donde comienza, no ya el éter del espíritu, como para Kant, sino el abismo vertigi¬noso de la nada. Nietzsche ya no ve en el hombre un ser en sí, algo sencillamente “nuevo”, que ha surgido de la naturaleza pero en tal forma que ni el hecho de esta procedencia ni el modo de ella se pueden comprender con conceptos natura¬les; no ve en el hombre más que un devenir, “un probar, tantear, fallar”, en realidad, no un ser sino todo lo más, la prefiguración de un ser, es decir, “el animal que no ha sido fijado todavía”, por lo tanto, una porción marginal de la naturaleza en la que apenas comienza a producirse algo nuevo, hasta ahora muy interesante pero que, conside¬rado en su conjunto, no parece logrado. Ahora bien, de este algo incierto pueden derivarse dos determinaciones distintas. O el hombre, en virtud de “su moralidad creciente”, que reprime sus instintos, va a desarrollar sus posibilidades de “animal gregario” “fijando” así el animal llamado hombre como la especie en que desaparece el mundo animal, como el animal decadente, o, por el contrario, será capaz de superar lo que en él se halla fundamentalmente fallido y reavivará sus instintos, sacará a la luz del día sus posibilidades inexhaustas, levantará su vida sobre la afirmación de poder y ascenderá así hasta el superhombre, que será el verdadero hombre, la novedad lo¬grada.


No parece que al fijar esta meta se dé cuenta Nietzsche de cómo sería posible que un animal tan “malogrado” como el hombre salga por si mismo del turbio pantano en que vive; reclama Nietzsche una cría consciente de gran estilo, sin recordar lo que él mismo había escrito: “Negamos que se pueda hacer algo perfecto mientras se haga conscientemente”. Pero no nos interesan ma¬yormente estas contradicciones internas del pen¬samiento de Nietzsche sino algo muy diferen¬te. Como hemos visto, Níetzsche ha pretendido apasionadamente comprender el hombre a partir del mundo animal; y, sin embargo, no por ello se ha diluido la problemática específica del hom¬bre, pues, por el contrario, se ha hecho más visible que nunca. Pero sobre la base de esta concepción ya no se pregunta cómo podremos comprender que exista un ser como el hombre, sino cómo es posible comprender que un ser como el hombre haya surgido y saltado del mundo animal. Y, a pesar de todos sus esfuerzos a lo largo de toda su vida, esto es lo que Nietzsche no ha sido ca¬paz de hacérnoslo inteligible.

No le preocupó gran cosa eso que para nosotros representa el hecho antropológico fundamental y el hecho más sorprendente de todos los de la tierra: existe en el mundo un ser que conoce un mundo como mundo, un espacio cósmico como espacio cósmico, un tiempo cósmico como tiempo cósmico, y a sí mismo como conocedor de todo esto. Lo cual no quiere decir, como se ha sosteni¬do, que el mundo se dé “otra vez” en la concien¬cia del hombre sino que se da un mundo en el sentido nuestro, un mundo sensible unitario es¬pacio-temporal, gracias al hombre, porque sólo la persona humana es capaz de concertar en una unidad cósmica sus propios datos sensibles con los que le suministra la especie. Si Nietzsche se hubiera preocupado de este hecho fundamental, se hubiera visto conducido a la sociología que tanto despreciaba, a la sociología del conocimien¬to y de la tradición, a la sociología del lenguaje y a la sociologia de la generación, en una pala¬bra, a la sociología del “copensamiento” humano, a la que ya nos remitió Feuerbach en forma fun¬damental.

El hombre que conoce un mundo es el hombre con los hombres. Pero el problema que Nietz¬sche descuidó, el problema de que existe un ser semejante, con él no hace sino desplazarse desde el plano del ser de una especie al plano del devenir de esa misma especie. Si un ser ha salido fuera del mundo animal, un ser que sabe del ser en general y de su propio ser, en ese caso el hecho de esta salida y el modo en que ha salido no pue¬den ser comprendidos a base del mundo animal mismo y tampoco pueden ser manejados con conceptos naturales. Para la filosofía que sigue a Nietzsche el hombre no es ya una mera especie sino una categoría. La pregunta de Kant “¿Qué es el hombre?” nos ha sido planteada en forma más acuciosa gracias a los apasionados intentos antropológicos de Nietzsche. Sabemos que, para responderla, tendremos que acudir, no sólo al es¬píritu, sino también a la naturaleza, para que nos diga lo que tenga que decir; pero también sabemos que debemos interrogar a otra potencia, a saber, la comunidad.
Digo: “sabemos”. Pero, en verdad, la antropo¬logía filosófica de nuestra época no ha alcanzado todavía este saber ni siquiera en sus representan¬tes más significados. Ya se inclinen hacia el es¬píritu o hacia la naturaleza, el caso es que no han acudido a escuchar el poder de la comunidad.

Y sin este aconsejamiento los otros no sólo nos conducen a un conocimiento fragmentario, sino, lo que es peor, por fuerza insuficiente.


SEGUNDA PARTE

LOS INTENTOS DE NUESTRA ÉPOCA

I

LA CRISIS Y SU EXPRESION


1

ES EN nuestra época cuando el problema antropo¬lógico ha llegado a su madurez, es decir, que ha sido reconocido y tratado como problema filo¬sófico independiente. Además del desarrollo filosófico mismo, que ha conducido a una penetra¬ción cada vez mayor en la problemática de la existencia humana y cuyos principales momentos acabamos de recorrer, dos factores, en múltiple conexión con ese desarrollo, han contribuido a la madurez del problema antropológico. Antes de pasar a estudiar la situación actual conviene que nos detengamos a examinar el carácter y la sig¬nificación de esos factores.

El primero es, más que nada, de índole socio¬lógica. Consiste en la disolución progresiva de las viejas formas orgánicas de la convivencia humana directa. Consideramos dentro de ese grupo aque¬llas comunidades que, cuantitativamente, no son lo bastante grandes como para impedir la reunión constante y la relación directa de los hombres que abarcan y que, cualitativamente, se hallan constituidas de manera que de continuo nacen o ingresan en ellas hombres que no entienden su pertenencia a las mismas como resultado de un acuerdo libre con otros sino como debida al destino y a la tradición vital. Así tenemos la fami¬lia, el gremio, la comunidad aldeana y urbana. Su disolución progresiva es el precio que tenemos que pagar por la emancipación política del hom¬bre que tiene lugar con la Revolución francesa y por el nacimiento de la sociedad burguesa a que da origen. Pero con esto aumenta de nuevo la soledad humana. Al hombre de la época mo¬derna que, como vimos, había perdido el senti¬miento de estar hospedado en el mundo, el sen¬timiento de la seguridad cosmológica, las formas orgánicas de la comunidad le ofrecían un hogar en la vida, un remanso donde descansar en la unión directa con sus iguales, una seguridad sociológica que le preservaba del sentimiento de aban¬dono total. Pero también esta seguridad se le ha ido desvaneciendo. Mientras las viejas formas or¬gánicas mantenían por fuera un simulacro de con¬sistencia se iban disolviendo por dentro y cada vez resultaban más vacías de sentido y de alma. Las nuevas formas de sociedad que trataron de colo¬car de nuevo a la persona humana en conexión con los demás como, por ejemplo, la unión, el sindicato, el partido,., han podido, sin duda, des¬pertar pasiones colectivas capaces de “llenar”, como se dice, la vida de un hombre, pero les ha sido imposible restaurar la seguridad perdida; la creciente soledad es tan sólo adormecida por el tráfago de las ocupaciones, pero cuantas ve¬ces el hombre vuelve a su remanso, a la realidad genuina de su vida, percibe de pronto la sima de su soledad y en ella experimenta, al encararse con el fondo mismo de su existencia, toda la hondura de la problemática humana.

Podríamos caracterizar el segundo factor como propio de la historia del espíritu o, mejor, de la historia del alma. El hombre, desde hace un siglo, se halla inmerso, con mayor profundidad cada vez, en una crisis que, sin duda, guarda mucho de común con otras que nos son familiares por la historia pero que, sin embargo, resulta peculia¬rísima en un punto esencial. Nos referimos a la relación del hombre con las nuevas cosas y cir¬cunstancias que han surgido de su propia acción o que, indirectamente, se deben a ella. Podríamos calificar esta peculiaridad de la crisis contempo¬ránea como el rezago del hombre tras sus obras. Es incapaz de dominar el mundo que ha creado, quien resulta más fuerte que él, y se le emancipa y enfrenta con una independencia elemental; como si hubiera olvidado la fórmula que podría conjurar el hechizo que desencadenó una vez. Nuestra época ha experimentado esta torpeza y fracaso del alma humana, sucesivamente, en tres campos diferentes. El primero ha sido el de la técnica. Las máquinas que se inventaron para ser¬vir al hombre en su tarea acabaron por adscri¬birle a su servicio; no eran ya, como las herra¬mientas, una prolongación de su brazo, pues el hombre se convirtió en su mera prolongación, en un miembro periférico pegadizo y coadyu¬vante.

El segundo campo ha sido el de la economía. La producción, que aumentó en proporciones prodi¬giosas con el fin de suministrar al número crecien¬te de hombres aquello que habían menester, no ha logrado desembocar en una coordinación ra¬cional. Parece como si la producción y empleo de los bienes se desprendiera también de los man¬datos de la voluntad humana.

El tercer campo es el de la acción política. Con espanto creciente fue dándose cuenta el hombre en la primera Guerra Mundial y, ciertamente, a los dos lados de la trinchera, que se hallaba en¬tregado a potencias inabordables que, si bien parecían guardar relación con la voluntad de los hombres, se desataban de continuo, se burlaban de todos los propósitos humanos y traían consigo la destrucción de todos. Así se encontró el hom¬bre frente al hecho más terrible: era como el padre de unos demonios que no podía sujetar. Y la cuestión por el sentido que podía tener este equivoco poder e impotencia desembocó en la pregunta por la índole del hombre, que cobra ahora una significación nueva y terriblemente práctica.
No es ninguna casualidad sino algo lleno de sen¬tido que los trabajos más importantes en el campo de la antropología filosófica surgieran en los diez primeros años que siguieron a la primera Guerra Mundial y tampoco me parece un mero azar que el hombre en cuya escuela y con cuyo método se han llevado a cabo en nuestra época los intentos más señalados en el sentido de una antropología filosófica independiente, fuera un judío de formación alemana, Edmund Husserl, hijo de un pueblo que experimentó en la forma más grave y fatal la acción del primero de los factores aludidos, la disolución progresiva de las viejas formas orgáni¬cas de la convivencia humana, y pupilo también y supuesto hijo adoptivo de otro pueblo que co¬noció en la forma más grave y fatal la acción del segundo de los factores, el rezago del hombre tras sus obras.

Husserl, el creador del método fenomenológico, con el que se han llevado a cabo los dos intentos de antropología filosófica de que voy a ocuparme, el de Martin Heidegger y el de Max Scheler, nunca se ocupó él mismo del problema antropológico en cuanto tal. Pero en su último e inacabado trabajo, en el que trata de la crisis de las ciencias europeas, nos ofrece en sólo tres proposiciones unas contri¬buciones al problema que a mi, teniendo en cuenta el hombre que las ha expresado y el momento en que lo hizo, me parecen lo bastante importantes para que las expongamos y examinemos su parte de verdad antes de adentramos en la explicación y crítica de la antropología filosófica.

La primera de estas tres proposiciones nos dice que el fenómeno histórico más grande es la hu¬manidad que pugna por su propia comprensión. Con esto quiere dar a entender Husserl que todos esos sucesos preñados de consecuencias que, como suele decirse, han cambiado una y otra vez la faz de la tierra y de que están llenos los libros de Historia, son menos importantes que aquellos em¬peños renovados del espíritu humano, que operan en silencio y que los historiadores apenas si los señalan, por comprender más y más el secreto del ser humano. Husserl califica estos esfuerzos de pugna, dándonos a entender así que el espíritu humano tropieza en esa faena con grandes obs¬táculos, con grandes resistencias que provienen del material problemático en cuya comprensión se empeña, es decir, su propio ser, y que se ve obligado a entablar una lucha con ese material que dura desde que existe la historia y cuyo rela¬to representa, precisamente, la Historia del más grande de los fenómenos históricos.

De esta suerte nos confirma Husserl la signi¬ficación que, en el devenir del hombre, corres-pon¬de a la trayectoria histórica que ha seguido la antropología filosófica, el camino que la ha con¬ducido de pregunta a pregunta, camino del que ya hemos señalado algunos jalones.
La segunda proposición reza: “Si el hombre se convierte en problema ‘metafísico’, en problema filosófico específico, es que se halla en cuestión como ser racional.” Esta proposición, a la que Husserl concede un valor especial, es verdadera o se hace verdadera si con ella se quiere dar a entender que es menester poner en cuestión la relación en el hombre de la “razón” con la sin¬razón. Con otras palabras: no se trata de considerar la razón como lo específicamente humano y, por el contrario, lo que en el hombre no es racional, como lo no especifico, lo que comparte con seres no humanos, lo “natural” en él, como se ha intentado siempre, particularmente a partir de Descartes. Antes bien, tocamos el fondo del problema antropológico cuando reconocemos lo que en el hombre no es racional como también específicamente humano. El hombre no es un centauro sino íntegramente hombre. Sólo se 1e puede comprender si se sabe, por una parte, que en todo lo humano, también en el pensamientos hay algo que forma parte de la naturaleza general del ser vivo y hay que comprenderlo partiendo dc ella; pero, por otra, tampoco hay que olvidar que nada humano hay que pertenezca por comple¬to a la naturaleza general del ser vivo y que pueda ser comprendido únicamente partiendo do ella. Ni siquiera el hambre del hombre es el ham¬bre de un animal. Hay que comprender la razón humana en conexión siempre con lo que en el hombre no es racional. El problema de la antro¬pología filosófica es el problema de una totalidad específica y de su conexión específica. Así lo ha visto también la escuela de Husserl, que, por otra parte, el mismo Husserl no quería reconocer como suya en puntos decisivos.

La tercera proposición reza: “la hombría con¬siste, esencialmente, en un ser hombre en enti¬dades humanas vinculadas generativa y socialmente”. Esta proposición contradice por completo todo el trabajo antropológico de la escuela fenomenológica, tanto el de Scheler que, a pesar de ser un sociólogo, apenas si en sus consideraciones antropológicas ha tenido en cuenta las conexiones sociales del hombre, como el de Heidegger, quien no obstante haber reconocido que estas conexio¬nes ofrecen un carácter primario, las ha tratado, en el fondo, como si fueran el gran obstáculo con que tropieza la persona humana para llegar a su propio yo. En esta proposición Husserl nos dice que no es posible encontrar la esencia del hombre en los individuos aislados, porque la unión de la persona humana con su genealogía y con su socie¬dad es esencial y, por lo tanto, debemos conocer la naturaleza de esta vinculación si queremos lle¬gar a conocer la índole esencial del hombre. Con esto se afirma que una antropología individualista tiene por objeto al hombre en estado de aisla¬miento, es decir, en un estado que no corresponde a su esencia; o también que, si considera al hom¬bre en situación de vinculación, entiende que los efectos de ésta menoscaban su esencia genuina y, por consiguiente, no se refiere a esa vinculación fundamental de que habla la proposición husser¬liana. Antes de embarcarme en la exposición de la an¬tropología fenomenológica tengo que demorarme un poco con el hombre a quien se debe, en gran parte, el carácter individualista de aquélla: Kier¬kegaard. Su influencia en este sentido ofrece un carácter especial. Los pen-sadores fenomenólogos de los que voy a ocuparme, especialmente Heideg¬ger, han adopta-do, sin duda, la manera de pen¬sar de Kierkegaard, pero después de excluir su supuesto fundamental, sin el cual las ideas de Kierkegaard, en especial las que atañen a la rela¬ción entre verdad y existencia, cambian no sólo de matiz sino de sentido. Y, como veremos, no sólo han prescindido de lo que hay de teológico en ese supuesto, sino también de lo antropológico, y de tal suerte que el carácter y la acción del pen¬samiento existencial que representa Kierkegaard cambia verdaderamente de signo.
En la primera mitad del siglo xix Kierkegaard, aislado y solitario, ha comparado la vida de la cristiandad con su pregonada fe. No era ningún reformador y repitió siempre que no poseía “cre¬dencial” alguna que le viniera de. arriba, no era más que un pensador cristiano, pero, eso sí, el que con mayor vehemencia llamó la atención so¬bre el hecho de que el pensamiento no puede legitimarse a sí mismo sino que esta corroborada legitimación le viene siempre desde la exis¬tencia del hombre que piensa. Pero no es el pen¬samiento lo que más le interesa ya que, para él, no pasa de ser una versión conceptual de la fe, mala o buena según las circunstancias. Por lo que respecta a la fe, subrayó ahincadamente que sólo era fe auténtica la que estaba basada en la existencia del creyente y garantizada por ella.

La crítica que Kierkegaard hace del cristianis¬mo en uso es una crítica interna; es decir, no mide, como Nietzsche, el cristianismo con el rase¬ro de un supuesto valor superior, para así apro¬barlo o condenarlo; para él no existe valor supe¬rior al cristianismo ni, en el fondo, ningún otro valor; compara, sí, el sedicente cristianismo vi¬vido por los cristianos con el cristianismo real, el que pretenden crear y pregonan, y rechaza toda esta aparente vida cristiana junto con su fe falsa, pues que no llega a cobrar realidad, y también su prédica, pues que se ha convertido en mentira por sus aires de satisfecha. Kierkegaard no reconoce fe alguna que no comprometa. El presun¬to hombre religioso que piensa con tan gran en¬tusiasmo en el objeto de su fe y habla de él incansablemente, y también aquel que expresa lo que entiende ser su fe en actos de culto y en ceremonias no pasan de imaginarse que creen si realmente sus vidas no han sido transformadas medularmente, si la presencia de aquello en que creen no determina la actitud esencial del hom¬bre religioso desde la soledad más recóndita hasta la acción pública.

La fe es una relación viva con lo creído, una relación viva que abraza la vida entera o, de lo contrario, es irreal. Claro que esto no puede que¬rer decir que la relación del hombre con el objeto de su fe haya sido instituida o puede ser insti¬tuida por el hombre. Por esencia, esta relación es —según la piensa Kierkegaard y, en general, todo pensador religioso—, primordialmente, una relación óntica, es decir, que no sólo afecta a la subjetividad y a la vida dcl hombre, sino a un ser objetivo, y, en segundo lugar, una relación que, como toda relación objetiva, ofrece dos la¬dos de los que no podemos conocer más que uno, el del hombre. Pero tal relación puede ser in¬fluida por el hombre por lo menos según este lado suyo; esto es, que en algún grado, no men¬surable por nosotros, depende de él la realiza¬ción, en su subjetividad y en su vida, de ese lado humano de la relación y la intensidad de la mis¬ma. Surge ahora la pregunta preñada de destino: si la subjetividad de este hombre opera en su vida y en qué medida, en otras palabras, si su fe se convierte en sustancia y forma de la vida vivida por él, y en qué medida.

Es una cuestión preñada de destino porque no se trata de una relación establecida por el hom¬bre sino de una relación mediante la cual se esta¬blece al hombre; porque de lo que se trata es de “encarnar” esta relación, que constituye al ser humano y le presta su sentido, y no de conten¬tarse con reflejarla nada más en la subjetividad de la contemplación religiosa y del sentimiento religioso, pues es menester que tome cuerpo en la totalidad de la vida humana. Este afán por la realización y encarnación de la fe lo designa Kierkegaard como afán exis-tencial, porque no otra cosa es la existencia sino el tránsito de la posibilidad en espíritu a la realidad en la integri¬dad de la persona. Por razón de esta cuestión convierte Kierkegaard en objetos del pensar me¬tafísico las etapas y estados de la existencia mis¬ma, la culpa, la angus-tia, la desesperación, la visión de la propia muerte y la visión de la salva¬ción. Los sustrae al estudio puramente psicoló¬gico, para el que no son más que procesos indife¬rentes dentro del curso anímico, y reconoce en ellos otros tantos miembros de un proceso de la existencia en relación óntica con lo Absoluto, otros tantos elementos de un existir “delante de Dios”.

Por primera vez en la historia del pensamiento la metafísica aborda con una fuerza y consecuen¬cia desconocidas lo concreto del hombre vivo. Le fue posible esto porque consideró al hombre con¬creto no como ser aislado sino en la problemática de su relación con lo Absoluto. No es el yo absolu¬to del idealismo alemán quien se convierte en objeto del pensar filosófico, ese yo que se crea un mundo mientras lo piensa, sino la persona humana real, pero en la conexión de la relación óntica que la vincula a lo Absoluto. Esta relación es, para Kierkegaard, una relación recíproca real de persona a persona, es decir, que también lo Absoluto entra en esta relación como persona.

Su antropología resulta, por consiguiente, una antropología teológica. Pero ha hecho posible, sin embargo, la aparición de la antropología filosófica de nuestra época. La cual, para alcanzar su ci¬miento filosófico, tenía que renunciar al supuesto teológico. El problema era si lograría realizar esta faena sin perder, al mismo tiempo, el supuesto metafísico de la unión del hombre concreto con lo Absoluto. Y ya veremos como no lo ha log¬rado.

II

LA DOCTRINA DE HEIDEGGER


1

CUANDO NOS ocupamos de la interpretación que hizo Heidegger de las cuatro preguntas kantianas, vimos que ese filósofo trataba de establecer como fundamento de la metafísica, no la antropología filosófica, sino la “ontología fundamental”, es de¬cir, la teoría de la Existencia como tal. Entiende por Existencia un ente que posee una relación con su propio ser y una comprensión de este ser. Sólo el hombre es un ente que cumple con estas condi-ciones. Pero la ontología fundamental no tiene que ver con el hombre en su diversidad y comple¬jidad concretas, sino, únicamente, con la Existen¬cia en sí misma, que se manifiesta en aquél. Todo lo que de la vida humana concreta incorpora Heidegger a su estudio le interesa en tanto que en ella se manifiestan las actitudes o modos de comportamiento de la Existencia misma, tanto la actitud por la que se vuelve hacía si y se con¬vierte en “él mismo” (Selbst) como la actitud mediante la cual descuida de volver hacia si y no llega, por consiguiente, a ser “él mismo”.

Aunque Heidegger no entiende ni quiere que se entienda su filosofía como una antropolo-gía filo¬sófica, como se ocupa en forma filosófica de lo concreto de la vida humana, esto es, de lo que constituye el objeto de la antropología filosófica, no nos queda otro remedio que examinar aquella filosofía en cuanto a la autenticidad y justeza de su contenido antropológico, y, yendo contra su propósito declarado, habremos de someterla a crítica por representar una contribución a la solución de la cuestión antropológica.


2

Ya ante el punto de partida mismo de Heideg¬ger tenemos que preguntarnos sí se halla justi¬ficado antropológicamente ese desgajar la Exis¬tencia de la vida humana real, es decir, si las proposiciones que se enuncian sobre la Existen¬cia así apartada, podrán ser consideradas como proposiciones filosóficas sobre el hombre efectivo, y si no ocurrirá que la “pureza química” de este concepto de la Existencia hace imposible la con¬frontación de la teoría con la realidad a que se refiere; prueba que tiene que afrontar toda fi¬losofía y también toda metafísica.

La Existencia real, o sea el hombre real en su actitud hacia su propio ser, sólo puede ser apre¬hendida en conexión con la naturaleza del ser al que su actitud se dirige. Para aclarar lo que aca¬bamos de decir voy a referirme a uno de los capítulos más atrevidos y profundos del libró de Heidegger, el que se ocupa de la relación del hom¬bre con su muerte. Todo es aquí perspectiva, lo que importa es el modo como el hombre mira a su fin, si tendrá ánimo para anticipar el ser entero de la Existencia, que no se revela hasta la muerte. Pero sólo si se habla del comportamiento del hom¬bre con su ser, de la actitud hacia sí mismo, se puede limitar la muerte al punto final; mas si nos referimos al ser objetivo, entonces la muerte se halla presente en el momento actual como una fuerza que pugna con la fuerza de la vida; la situación de momento en esta lucha determina toda la índole del hombre como Existencia, esto es, como comprensión del ser con vistas a la muer¬te, del hombre como ser que comienza a morir cuando comienza a vivir y que no puede tener la vida sin el morir ni la fuerza que le mantiene sin la fuerza que le destruye y disuelve.

Heidegger toma de la realidad de la vida huma¬na ciertas categorías que reconocen su origen y ejercen su jurisdicción en la relación del individuo con lo que no es él mismo y las aplica a la Exis¬tencia en sentido estricto, es decir, a ese compor¬tamiento o actitud del individuo con su propio ser. Y no lo hace con el propósito de ampliar su jurisdicción sino que, según Heidegger, es en el campo de la relación del individuo consigo mismo donde habrá de revelársenos la significa¬ción, la hondura y la seriedad verdaderas de estas categorías.

Sin embargo, lo que nosotros llegamos a expe¬rimentar es, por una parte, el refinamiento, la diferenciación y sublimación de esas categorías, y, por otra, su despotenciación, su desvitalización. Las modificadas categorías de Heidegger nos dan acceso a una maravillosa circunscripción parcial de la vida, no a un trozo de la vida íntegra, tal como es vivida de hecho, una circunscripción parcial que mantiene su independencia, su ca¬rácter autónomo y sus leyes propias porque se diría que hemos establecido un corto circuito dentro del sistema circulatorio del organismo y nos hemos puesto a contemplar qué es lo que pasa en él.

Entramos en un extraño aposento del espíritu pero tenernos la sensación de que el suelo que pisamos se nos convierte en un tablero sobre el que se verifica algo parecido a un misterioso jue¬go de ajedrez de cuyas reglas nos vamos enterando a medida que avanzamos, reglas profundas sobre las que tendremos que pensar y repensar, pero que han surgido porque ha habido antes una de¬cisión de jugar un juego tan espiritual y de ju¬garlo de esta suerte. También tenemos la sensa¬ción de que semejante juego no obedece a un capricho del jugador sino que representa para él una necesidad tal que es su sino.


3

Para aclarar voy a escoger el concepto de culpa (Schuld).* Heidegger, que siempre arranca de la “cotídíanidad” (de la que ya nos ocuparemos), parte en este caso de la situación que le ofrece el idioma alemán, en el que se dice que alguien le debe a otro (schuldig ist), y luego de la situa¬ción en que alguien debe responder de algo (an etwas schuld ist), y pasa de aquí a considerar la situación en que alguien se hace culpable respec¬to a otro (schuldig wird), esto es, que causa una deficiencia en la existencia de otro. Pero también en este caso tenemos un estar en deuda o culpa (Verschuldung) y no ese ser culpable genuino y original de donde surge y que lo hace posible. El ser culpable genuino consiste, según Heideg¬ger, en que la Existencia misma es culpable. La Existencia es culpable —deficiente, deudora— en el fondo de su ser. Y, ciertamente, la Existencia es culpable, debe, porque no se logra, no cumple consigo misma, porque permanece estancada en eso que llamamos lo “general humano”, el “Se” (das Man),* y no trae a ser al yo genuino, el “mismo” del hombre (uno mismo). En esta situa¬ción se oye la voz de la conciencia. ¿Quién llama? La Existencia misma es la que llama. “La Exis¬tencia se llama a si misma en la conciencia”. La Existencia, que no ha llegado a ser “ella misma” por deficiencia —deuda, culpa— de la Existencia, se llama a sí misma, da voces para que recuerde al “mismo”, para que se libere para poder llegar a ser “uno mismo” pasando de la “inautentici¬dad” a “la autenticidad” de la Existencia.

Tiene razón Heidegger al decir que para com¬prender cualquier relación de culpa hay que acu¬dir a una culpabilidad primordial. Tiene razón al decir que somos capaces de descubrir la culpa¬bilidad primordial. Pero no lo podremos hacer si aislamos una parte de la vida, aquella en que la existencia se comporta consigo misma con su propio ser sino, por el contrario, percatándonos íntimamente de la vida entera sin reducción al¬guna, de la vida en que el individuo se comporta, esencialmente, respecto a otras cosas que no son él mismo.
La vida no se despliega precisamente cuando yo juego conmigo mismo este misterioso juego de ajedrez, sino cuando me encuentro colocado en la presencia de un ser con el que no he concertado ninguna regla de juego y con el que tampoco se podría concertar. La presencia del ser, ante el que estoy colocado, cambia su figura, su apariencia, su revelación, es diferente que yo, a menudo es¬pantosamente diferente, y distinto a como me lo había figurado, a menudo espantosamente distin¬to. Si salgo a su paso, si acudo a él, si me encaro con él, realmente, esto es, con la verdad de todo mi ser, entonces y sólo entonces estoy yo “autén¬ticamente” ahí; estoy ahí si realmente estoy ahí y la localización del “ahí” dependerá, en cada caso, menos de mi que de esa presencia del ser que cambia su figura y manifestación.

Cuando no me hallo realmente ahí soy culpable. Si al llamamiento que me hace el ser presente: “¿Dónde estás?”, respondo: “Aquí estoy”, pero no estoy de verdad ahí, es decir, que no estoy con la verdad de todo mi ser, entonces soy culpa¬ble. La culpabilidad primordial es ese quedarse-¬uno-en-sí. Si una figura y manifestación del ser presente pasa por delante de mí y yo no estaba en verdad ahí, entonces, desde la lejanía donde se esfuma me llega un segundo llamamiento, tan callado y recóndito que parece provenir de mí mismo: “¿Dónde estabas?” Ésta es la voz de la conciencia. No es mi Existencia la que me llama sino el ser, que no soy yo, es quien me llama. Pero ya no puedo responder sino a la figura próxima; la que habló ya no es alcanzable. (Esta figura próxima puede ser, a veces, el mismo hom¬bre, pero en una manifestación distinta, ulterior, cambiada.)

4

Hemos visto cómo en la historia del espíritu humano el hombre vuelve de continuo a verse en soledad, es decir, que se encuentra solo frente a un mundo que se ha hecho extraño e inquie¬tante y no puede salir al paso, no puede enfren¬tarse realmente con las figuras mundanas del ser presente. Este hombre, tal como se nos presenta en Agustín, Pascal y Kierkegaard, busca una figura del ser no incardinada en el mundo, una figura divina del ser con la que él, en su soledad, puede entrar en tratos; extiende sus brazos, a través del mundo, en pos de esta figura. Pero también hemos visto que, de una época de soledad a otra, hay una trayectoria, es decir, que cada vez la soledad es más gélida, más rigurosa y sal¬varse de ella más difícil cada vez. Por fin, el hombre llega a una situación donde ya no le es posible extender, en su soledad, los brazos en bus¬ca de una figura divina. Esta experiencia se halla al fondo de la frase de Nietzsche: “Dios ha muer¬to.” A lo que parece, no le queda al solitario más remedio que buscar el trato íntimo consigo mismo. Ésta es la situación que sirve de base a la filosofía de Heidegger.

Pero de este modo, en lugar de la cuestión an¬tropológica se descubre una vez más la del hom¬bre que se encuentra en soledad y en lugar de la cuestión que pregunta por la esencia del hombre y por su relación con el ser del ente, se plantea otra cuestión: ésa que Heidegger califica de onto¬lógico-fundamental, la cuestión de la Existencia humana en su relación con el ser propio.

Sin embargo, es un hecho inconmovible que si podemos extender nuestras manos en pos de nuestra imagen o de nuestra reflexión en un espe¬jo, no así en pos de nuestro propio yo real. La teoría de Heidegger es importante como exposi¬ción de las relaciones entre diferentes esencias abstraídas de la vida humana, pero no es válida para la vida humana y para su comprensión antro¬pológica, aunque para ello nos ofrezca preciosas indicaciones.

5

La vida humana posee un sentido absoluto por¬que trasciende de hecho su propia condícionali¬dad, es decir, que considera al hombre con quien se enfrenta, y con el que puede entrar en una relación real de ser a ser, como no menos real que él mismo, y lo toma no menos en serio que se toma a sí mismo. La vida humana toca con lo Absoluto gracias a su carácter dialógico, pues a despecho de su singularidad, nunca el hombre, aunque se sumerja en su propio fondo, puede encontrar un ser que descanse del todo en sí mis¬mo y, de este modo, le haría rozar con lo Absolu¬to; el hombre no puede hacerse enteramente hombre mediante su relación consigo mismo sino gracias a su relación con otro “mismo” (Selbst). Ya puede ser éste tan limitado y condicionado como él; en la convivencia se experimenta lo ili¬mitado y lo incondicionado.

Heidegger no sólo se desvía de la relación con un Incondicíonado divino sino también de esa otra relación en la que un hombre experimenta incondicionalmente a otro que no es él y experi¬menta así lo Incondicionado. La Existencia de Heidegger es una Existencia monológica. Y ya puede el monólogo disfrazarse ingeniosamente de diálogo durante cierto tiempo, y una inédita capa tras otra del ser humano puede responder al llamamiento interior en forma que el hombre vaya de descubrimiento en descubrimiento y pre¬suma estar experimentando1 realmente, un “lla¬mar” y un “oír”; ya le llegará la hora de la soledad descarnada, última, en la que la mudez del ser es invencible y las categorías ontológicas ya no se pueden aplicar a la realidad.

Cuando el hombre reducido a soledad no puede ya decir “Tú” al conocido Dios “muerto”, lo que importa es que pueda dirigirse, todavía, al desconocido Dios vivo diciendo “tú”, con toda su alma, a un hombre vivo conocido. Si ya no es capaz de esto, todavía le queda, sin, duda, la ilusión sublime que le ofrece el pensamiento desvinculado, la de ser “él mismo” cerrado en sí, pero como hombre está perdido.

El hombre con Existencia “auténtica”, en el sen¬tido de Heidegger, el hombre que es “él mismo”, que, según Heidegger, constituye el fin de la vida, no es ya el hombre que vive realmente con el hombre sino el hombre que ya no puede vivir con el hombre, el hombre que sólo puede llevar una vida real en trato consigo mismo. Pero esto ya no es más que una apariencia de la vida real, un juego exaltado y tétrico del espíritu. Este hombre de hoy, este juego de hoy, han encontrado su expresión en la filosofía de Heidegger. Heideg¬ger aísla el campo donde el hombre se relaciona consigo mismo de la totalidad de la vida, convir¬tiendo en absoluta, de este modo, la situación, condicionada por el tiempo, del hombre en so¬ledad radical, pretendiendo fijar así la esencia de la humana existencia según las inspiraciones de una hora de pesadilla.


6

Parece contradecir a esto el que Heidegger nos diga que el ser del hombre, según su esen-cia, es un ser en el mundo, en un mundo en el que el hom¬bre no está únicamente rodeado de cosas, que son sus “instrumentos”, es decir, que él utiliza y aplica para “procurarse” lo que tenga que procurarse, sino que también está rodeado de hombres, con los cuales él es en el mundo. Estos hombres no son, como las cosas, mero ser sino Existencias, como él mismo, es decir, un ser que se halla en relación consigo mismo y se sabe a si mismo. Son para él, no objeto de “procuración”, sino de “solicitud” y lo son por esencia, existencialmente, aun en los casos en que pasa por delante de ellos sin mayor preocupación, cuando no le importan y hasta cuando los trata con falta absoluta de con¬templaciones. Por su esencia, son, además, objeto de su comprensión, ya que sólo mediante la com¬prensión de otros es posible el conocimiento. Así ocurre en la cotidianidad, que es de donde arranca Heidegger en una forma muy importante para él. Pero también en el nivel más alto, que Heidegger denomina el yo auténtico, el verdadero “uno mis¬mo”, o la resolución, mejor, la resolución para sí mismo, subraya Heidegger que no desgaja a la Existencia de su mundo, que no la aísla convir¬tiéndola en un yo que se cierne libremente. “La resolución, nos dice, lleva al yo hacia el ser, objeto de su procuración, entre los instrumentos y lo conduce a ser solícito con los demás.” Y también: “Del genuino ser uno mismo (Selbstsein) de la resolución surge el genuino ser con los demás.”

Parece, pues, que Heidegger reconociera como esencial la relación con los demás. Pero, en ver¬dad, no es así. Porque la relación de “solicitud”, que es la que tiene presente, no puede ser, como tal, ninguna relación esencial, puesto que no co¬loca la esencia de un hombre en relación directa con la de otro sino, únicamente, la ayuda solícita de uno con la deficiencia del otro, menesteroso de ayuda. Una relación semejante podría participar de esencialidad si representara el efecto de algo en sí esencial, como ocurre entre la madre y el niño; claro que puede conducir al nacimiento de una relación esencial, pues entre el solicito y el objéto de su solicitud puede surgir una amistad o un amor genuinos. En el mundo la solicitud no surge, esencialmente del mero ser con los otros, a que alude Heidegger, sino de relaciones esenciales, directas, enterizas, de hombre a hombre, ya se trate de aquellas relaciones fundadas objetivamente en la consanguinidad, ya de aquellas que pro¬ceden de la elección y pueden adoptar formas objetivas, institucionales o, como en el caso de la amistad, se sustraen a toda forma institucional pero se hallan, sin embargo, en contacto con lo hondo de la existencia.

De estas relaciones directas, que operan en la estructura de la sustancia de la vida, surge subsi¬diariamente el elemento de la solicitud, que luego se extiende, en formas únicamente objetivas e institucionales, fuera de las relaciones esenciales. Lo primordial, por lo tanto, en la existencia del hombre con el hombre no es la solicitud sino la relación esencial. Y no otra cosa ocurre si pres¬cindimos del problema del origen y llevamos a cabo un puro análisis de la Existencia. En la mera solicitud del hombre, aunque se halle movi¬do por la más fuerte compasión, permanece esen¬cialmente encerrado en sí; se inclina, obrando, ayudando, hacía el otro, pero no por ello se rompen los límites de su propio ser; no abre al otro su “misrnidad” sino que le presta su ayuda; tampoco espera en realidad ninguna reciprocidad, apenas si la desea, se mete, como si dijéramos, con el otro, pero no quiere que el otro se meta con él.

Mediante la relación esencial, por el contrario, se quebrantan de hecho los límites del ser indivi¬dual y surge un nuevo fenómeno que sólo así puede surgir: un franqueamiento de ser a ser, que no permanece siempre al mismo nivel sino que al¬canza su realidad máxima en forma que diríamos puntiaguda, pero que, sin embargo, puede cobrar forma en la continuidad de la vida, una presencia¬lización del otro no en la mera representación, ni tampoco en el mero sentimiento, sino en lo hondo de la sustancia, de suerte que, en lo recóndito del propio ser, se experimenta lo recóndito del otro ser; una coparticipación de hecho, no meramente psíquica sino óntica.

Cierto que se trata de algo que el hombre en el transcurso de su vida experimenta sólo por una especie de gracia, y muchos dirán que no tienen noticia de tal cosa; pero, aun cuando no se expe¬rimente, se da como principio constitutivo en la Existencia, porque su falta, con o sin conciencia de ella, determina esencialmente el género y la índole de la Existencia. Cierto también que a mu¬chos se les ofrece en el curso de su vida una posibilidad con la que no cumplen existencialmente; tienen relaciones que no las convierten en realidad, es decir, no se franquean en ellas; disipan un material precioso, insustituible, que ya no podrán lograr de nuevo; viven sin vivir su vida. Pero también en este caso el incumplimien¬to irrumpe en la Existencia y la penetra en su capa más profunda. La “cotidianidad”, en su par¬te obvia, apenas perceptible, pero accesible siem¬pre al análisis existencial, se halla entreverada de lo “no cotidiano”.
Pero ya hemos visto que, según Heidegger, el hombre, aun en la etapa más alta de ser “él mis¬mo”, no pasa más allá de un “ser solícito con los demás”. La etapa que el hombre de Heidegger puede alcanzar es, precisamente, la del yo libre que, como subraya Heidegger, no se aparta del mundo sino que ahora es cuando está maduro y resuelto a llevar una existencia justa en el mundo. Pero esta existencia madura y resuelta en el mun¬do no conoce la relación esencial. Quizá nos con¬testaría Heidegger que aun para el amor y la amistad sólo el yo que se ha hecho libre es real¬mente capaz. Pero como el ser “uno mismo” es aquí algo último, esto es, lo último adonde puede llegar la Existencia, no hay aquí posibilidad algu¬na para que podamos entender el amor y la amis¬tad como relación esencial.

El yo hecho libre, él mismo, no vuelve las espaldas al mundo, pues su resolución compren-de la de ser realmente en el mundo, de obrar en él, de actuar sobre él, pero comprende la creen¬cia de que en este ser con el mundo se pudieran romper los límites del yo, y ni siquie-ra supone el deseo de que así ocurra. La Existencia culmina en el “ser uno mismo”; no existe para Heidegger ningún otro camino óntico por encima de éste. En la filosofía de Heidegger nada ha penetrado de aquello sobre lo que Feuerbach llamó la aten¬ción: que cl hombre individual no lleva en sí la esencia del hombre, que la esencia del hombre se halla en la unidad del hombre con el hombre. Con Heidegger, el hombre individual lleva en sí la esencia del hombre y la trae a existencia cuan¬do se convierte en un “resuelto” “él mismo”. El “mismo” de Heidegger es un sistema cerrado.


7

“Cada quien, ha dicho Kierkegaard, sólo con mucho cuidado deberá entrar en tratos con los ‘demás’ y deberá hablar, esencialmente, sólo con Dios y consigo mismo.” Este “deberá” lo dijo pensando en la meta y tarea que propone al hom¬bre: que llegue a ser “singular”.* Al parecer, Heidegger propone al hombre la misma meta. Pero en Kierkegaard este hacerse “singular” no es más que el supuesto para entrar en relación con Dios: sólo después de haberse hecho “singu¬lar” puede el hombre entrar en esta relación.

El solitario de Kierkegaard es un sistema abier¬to, aunque sólo se abra a Dios. Heidegger no conoce semejante relación, y como tampoco co¬noce ninguna otra relación esencial, el llegar a “ser uno mismo” significa en él algo totalmente diferente que en Kierkegaard hacerse “singular”. El hombre dc Kierkegaard se hace “singular” para entrar en relación con lo Absoluto; el hombre de Heidegger se hace “él mismo”, y no por algo, puesto que no puede sobrepasar sus límites: su participación en lo Absoluto, si es que existe para él, consiste en sus límites y en nada más. Heideg¬ger habla de que el hombre se resuelve para scr “él mismo”, pero este “mismo”, para lo cual se resuelve, es, por esencia, cerrado.

La frase de Kierkegaard: “Cada cual debe ha¬blar esencialmente sólo consigo mismo”, aparece modificada. Pero también el “debe” queda elimi¬nado en el fondo. Lo que quiere decir es: cada quien, sólo consigo mismo puede hablar esen¬cialrnente; lo que hable con los demás, no puede ser esencial, es decir, que la palabra no puede trascendet la esencia dc cada uno y colocarla en otra esencia, una que surge precisamente entre los seres y en mitad de su relación esencial en¬tre sí. Cierto que el hombre de Heidegger se halla remitido a ser-en-el-mundo y a la vida compren¬siva y solícita con los otros; pero en todo lo esen¬cial de la existencia, siempre que la Existencia se hace esencial, está solo. La preocupación y la angustia del hombre eran, en Kierkegaard, esen¬cialmente preocupación por la relación con Dios y angustia por la falta de ella; en Heidegger la preocupación es, esencialmente, preocupación por llegar a ser “uno mismo” y la angustia, la de no alcanzar este logro. El hombre de Kierkegaard se halla con su preocupación y su angustia “solo delante de Dios”, el hombre de Heidegger se ha¬lla, con su preocupación y su angustia, ante si mismo, sólo ante sí mismo, y como en realidad de verdad no es posible mantenerse solo ante sí, se halla con su preocupación y su angustia delante de la nada.

El hombre de Kierkegaard tiene que renunciar a la relación esencial con otro para llegar a ser “singular” y entrar así en la relación del que es “singular” con lo Absoluto, y el mismo Kier¬kegaard renunció a la relación esencial a la que podía renunciar. Es lo que constituye el gran tema de sus obras y de sus diarios; el hombre de Heidegger no dispone de ninguna relación esencial a la que podría renunciar. En el mundo de Kierkegaard hay un “tú” dirigido a otros hom¬bres, que es pronunciado con toda el alma, con todo el ser, si bien para decir a esos hombres de una manera directa (como lo hizo Kierkegaard con su novia mucho tiempo después de romper el compromiso) o indirecta (como lo hace mu¬chas veces en sus libros) por qué se ha renun¬ciado a la relación esencial con ellos; en el mundo de Heidegger no existe semejante “tú”, un “tú” verdadero que habla de ser a ser, con toda el alma. A los hombres con los que no se tiene más relación que la mera solicitud, no se les habla realmente de tú.

8

La “resolución” de la Existencia para llegar a ser “ella misma”, representa en verdad su abro¬quelamiento definitivo —aunque se presente en formas humanas— frente a toda unión genuina con los demás y con lo otro. Esto lo vemos con mayor claridad si pasamos de la relación de la persona con individuos a su relación con la gene¬ralidad anónima, ésa que Heidegger personaliza llamándola das Man (el “Se”). También en esto le ha precedido Kierkegaard con su concepto de “multitud”. La multitud en medio de la cual se encuentra el hombre cuando quiere ahondar en sí mismo, es decir, lo general, impersonal, sin ros¬tro ni figura, lo término medio y nivelador, en fin, la multitud, que, según Kierkegaard, es la no-verdad. Por el contrario, el hombre que escapa de ella, que se sustrae a su influencia y se con¬vierte en “singular”, es, como tal “singular”, la verdad. Porque, según Kierkegaard, no hay nin¬guna otra posibilidad para que el hombre se con¬vierta en verdad humana, esto es, en verdad condicionada, que la de abordar la verdad ab¬soluta o divina adentrándose en una relación decisiva con ella; pero esto sólo lo puede hacer siendo “singular”, cuando se ha convertido en un ser personal con responsabilidad propia com¬pletamente independiente. Y uno se hace “singu¬lar” sustrayéndose a la multitud, que arrebata la responsabilidad personal o por lo menos la enerva.

Heidegger recoge el concepto de Kierkegaard y lo trabaja de la manera más sutil. Pero el lle¬gar a ser “singular” o, como él dice, llegar a ser “uno mismo” ha perdido para él la finalidad de entrar en relación con la verdad divina y conver¬tirse así en verdad humana. La hazaña vital del hombre que consiste en libertarse de la multitud, mantiene en Heidegger su carácter central pero pierde su sentido, que consiste en conducir al hombre más allá de si mismo.
Casi con las mismas palabras de Kierkegaard dice Heidegger que das Man (el “Se”) le arrebata en cada momento a la Existencia su responsa¬bilidad. En lugar de hallarse recogida en sí mis¬ma, la existencia del ser humano se dispersa en el “Se”. Tiene que encontrarse a sí misma. El poder del das Man actúa en forma que la Existen¬cia se vacía por completo en él. La Existencia que sigue al das Man lleva a cabo una huida ante sí misma, ante su “poder ser ella misma”, defrau¬da a su propia existencia. Únicamente la Exis¬tencia que se “rescata” de su disipación (por lo demás, una idea gnóstica con la que los gnósticos daban a entender la recolección y salvación del alma perdida en el mundo) en el das Man llega a ser “ella misma”.

Hemos visto que Heidegger considera la etapa suprema no como aislamiento sino como resolu¬ción para ser-con-los-otros; también hemos visto que esta resolución no hace sino corroborar la relación de solicitud en un plano superior, pero no conoce ninguna relación esencial con los de¬más, ningún yo-tú con ellos que rompiera con los limites de “uno mismo”. De todos modos, en la relación entre persona y persona se afirma tam¬bién una relación que afecta a ese “mismo” libe¬rado, la de solicitud, pero falta por completo la referencia correspondiente a la relación con la plu¬ralidad impersonal de los hombres. El das Man y todo lo que le corresponde, la “charla”, La “cu¬riosidad” y el “equívoco” que allí reinan y de los que participa el hombre caído en sus domi¬nios, todo esto es puramente negativo, destructor de la “mismidad”, y nada positivo ocupa su lu¬gar; la generalidad anónima es rechazada como tal, pero no hay nada que la sustituya.

Lo que Heidegger dice sobre el das Man y la relación de la Existencia con él, es, en lo esencial, justo. También es justo que la Existencia tiene que desprenderse del das Man para llegar a ser “ella misma”. Pero viene después algo sin cuya presencia lo que en si es justo se convierte en lo contrario.

9

Hemos visto que Heidegger seculariza el “sin¬gular” de Kierkegaard, es decir, que corta la relación con lo Absoluto, que es “para” quien se hace uno el hombre de Kierkegaard, y que tam¬poco coloca en lugar de éste “para” ningún otro “para” mundano, humano. Con esto pasa de largo ante el hecho decisivo de que ese hombre que se ha hecho “uno”, “él mismo”, persona real, es el que puede tener una relación esencial completa con otro yo, una relación esencial que no se halla por debajo de la problemática de la rela¬ción de hombre a hombre, sino por encima de ella, puesto que abarca, sostiene y supera esta problemática.

La gran relación se da únicamente entre perso¬nas reales. Puede ser tan fuerte como la muerte, porque es más fuerte que la soledad, porque rompe con los límites de la soledad superior, vence su ley férrea y coloca el puente que, por encima del abismo de la angustia cósmica, marcha de un yo a otro yo. Cierto que el niño aprende a decir tú antes de pronunciar el yo; pero a las alturas de la Existencia personal hay que poder decir verdaderamente “yo” para poder experimen¬tar el misterio del “tú” en toda su verdad. El hombre que se ha hecho “uno mismo” está ahí, también si nos limitamos a lo intramundanø, para algo, para algo se ha hecho “él mismo”: para la realización perfecta del tú.

Mas ¿existe, a estas alturas, algo paralelo en la relación con la pluralidad de los hombres, o ten¬dría Heidegger razón en este caso?
Lo que corresponde al tú esencial en este plano del “uno mismo” lo denomino yo, en la relación con una pluralidad de hombres, el “nosotros” esencial.
El hombre que es objeto de mi mera solicitud no es ningún “tú” sino un “él” o un “ella”. La multitud sin cara y sin nombre, en la que estoy sumergido, no es ningún “nosotros” sino un “Se” (Das Man).

Pero así como existe un “tú” existe un “nos¬otros”. Se trata de una categoría esencial en nuestro estudio, que es menester aclarar. No puede ser percibida, sin más, partiendo de las categorías sociológicas corrientes. Cierto que en cualquier clase de grupo puede surgir un “nosotros”, pero no puede ser comprendido en razón, nada más, de la vida de ninguno de estos grupos. Entiendo por “nosotros” una unión de diversas personas independientes, que han alcanzado ya la altura de la “mismídad’ y la responsabilidad propia. unión que descansa, precisamente, sobre la base de esta “mismidad” y responsabilidad propia y se hace posible por ellas. La índole peculiar del “nos¬otros” se manifiesta porque, en sus miembros, existe o surge de tiempo en tiempo una relación esencial; es decir, que en el “nosotros” rige la inmediatez óntica que constituye el supuesto de¬cisivo de la relación yo-tú. El “nosotros” encierra el “tú” potencial. Sólo hombres capaces de hablarse realmente de tú pueden decir verdaderamente de sí “nosotros”.

Como hemos dicho, ninguna clase especial de formación de grupos podría servir, sin más, como ejemplo del “nosotros” esencial, pero en varias de ellas se puede señalar, con exactitud, la variedad que favorece el nacimiento del “nosotros”. Por ejemplo, en los grupos revolucionarios es más fá¬cil que surja el “nosotros” cuando se trata de un grupo que se propone como misión suya un largo y callado trabajo despertador e ilustrador del pueblo, y en los grupos religiosos cuando persi¬guen una realización, nada patética y llena de es¬píritu de sacrificio, de su fe dentro de la vida. En ambos casos, bastaría la admisión de un solo miembro con afán de ostentación, que pretende destacarse por encima de los demás, para que se hiciera imposible el nacimiento o la subsistencia del “nosotros”.

No sabemos ni en la historia ni en la actualidad de muchos casos del “nosotros” esencial, en pri¬mer lugar, porque es cosa rara, y también porque la formación de los grupos ha sido estudiada fi¬jándose, sobre todo, en sus energías y en sus influencias, y no en su estructura interna, de la que, sin duda, depende en alto grado la dirección de las energías y el género de las influencias, aunque no, a menudo, su ámbito visible y movible.

Para una mejor comprensión será conveniente recordar que, junto a las formas constantes del “nosotros” esencial, las hay también fugaces que merecen, sin embargo, nuestra atención. Podemos citar, por ejemplo, el caso que se produce a las veces con la ocasión de la muerte del caudillo destacado de un movimiento, que por unos días sus discípulos genuinos y sus colaboradores pa¬recen unirse más estrechamente, dejan a un lado todos los impedimentos y dificultades internas y se muestran de una rara fecundidad o, por lo menos, conviven apasionadamente; o cuando, fren¬te a una catástrofe que parece inminente, se con¬cierta el elemento realmente heroico de una co¬munidad, que prescinde de toda charla y agitación banales, abriéndose unos a otros y anticipándose al poder vinculador de la muerte común con una breve vida también en común.

Pero también existen otras estructuras sorpren¬dentes que abarcan a hombres que no se conocían hasta ahora, estructuras que parecen hallarse muy cerca del “nosotros” esencial. Una estructura se¬mejante puede surgir bajo un régimen terrorista, cuando los adeptos de una concepción del mundo, combatida por aquél, y que no se conocieron hasta ahora, se sienten como hermanos y se reúnen no como partidarios sino en comunidad genuina.

Vemos, pues, que también en el plano de la relación con una multitud de hombres existe una relación esencial que acoge a los que llegaron al fondo de su ser propio, que sólo puede acoger verdaderamente a ellos. Éste es el campo donde el hombre se libera realmente del das Man. No es la separación lo que nos redime verdaderamen¬te del “Se” sino la unión genuina.

Comparemos, en resumen, el hombre de Kier¬kegaard y el de Heidegger. El hombre posee, de acuerdo con su carácter y con su situación, una triple relación vital. Puede llevar su índole y su situación a plena realización en la vida si convierte en esenciales todas sus re¬laciones vitales. Y podrá dejar en las sombras de lo irreal elementos de su índole y de su situación si sólo convierte en esenciales algunas de sus re¬laciones vitales mientras considera y trata a las demás como inesenciales.

Esta triple relación vital del hombre es: su rela¬ción con el mundo y las cosas, su relación con los hombres, tanto individual como pluralmente, y su relación con el misterio del ser, que penetra en aquellas otras relaciones pero que las trasciende infinitamente, misterio que el filósofo denomina lo Absoluto y el creyente Dios, pero que ni si¬quiera quien rechaza ambas denominaciones es capaz de eliminarlo realmente de su situación.

En Kierkegaard nos falta la relación con las cosas. No conoce las cosas más que como sím¬bolos. En Heidegger es una relación técnica, de utilidad. Pero una relación puramente técnica no puede ser esencial, porque en ese caso no en¬tra en la relación con todo el ser y toda la reali¬dad de las cosas con las que tenemos tal relación sino, únicamente, su aplicabilidad para un fin determinado, su adecuación técnica. Una relación esencial con las cosas no puede ser otra sino aque¬lla que contempla y se inclina hacia las cosas en su esencialidad. El hecho del arte sólo puede comprenderse a base de ambas relaciones. Pero tampoco en el caso de la existencia cotidiana resulta verdadero que las cosas en ella sólo se nos den como instrumentos. Lo técnico no es más que lo fácilmente abarcable, fácilmente explicable, lo coordinado. Pero junto a eso y entre eso existe una múltiple relación con las cosas en su totali¬dad, en su independencia y ausencia de finalidad. El hombre que contempla un árbol no por eso es menos “cotidiano” que aquel que lo mira para sa¬ber con qué rama hará el mejor bastón. La pri¬mera manera de mirar pertenece a la constitución de la cotidianidad no menos que la segunda. (Ade¬más, se puede mostrar que tampoco genéticamente, en el desarrollo de la humanidad, lo técnico sea lo primero en el tiempo ni que eso que en su forma tardía se llama lo estético resulte tempo¬ralmente posterior.)

Kierkegaard tiene sus reservas en contra de la relación con los individuos porque mediante una relación esencial con los compañeros humanos se impide una relación esencial con Dios. En Heideg¬ger, la relación con los individuos no es más que una relación de solicitud. Una relación meramen¬te solícita no puede ser esencial; en una relación esencial, que abarca también la solicitud, lo esen¬cial procede de otro campo, que falta por comple¬to en Heidegger. Una relación esencial con otro individuo puede ser, únicamente, una relación di¬recta de ser a ser, en la cual se rompe el hermetis¬mo del hombre y se subrayan los límites de su propio ser.
La relación con la pluralidad sin rostro, sin figura, sin nombre, con la multitud, con el das Man, aparece en Kierkegaard, y también en Hei¬degger, que se apoya en él, como una situación de donde hay que salir para llegar al ser propio. Esto es verdad; ese “todo y nada” humano, anóni¬mo, en que nos hallamos sumergidos, es de hecho como un seno maternal negativo del que tenemos que salir a luz para llegar a ser en el mundo nos¬otros mismos, “uno mismo”. Pero esto no es más que un lado de la verdad y, sin el otro, deja de serlo. La autenticidad y aguante del ser propio no puede corroborarse en el trato consigo mismo sino en el trato con todo lo otro, con toda la con¬fusión de la multitud sin nombre. El yo genuino y eficaz enciende también en todas las ocasiones en que se pone en contacto con la muchedumbre la chispa del “ser propio”, hace que el ser pro¬pio se junte al ser propio, provoca la oposición al das Man, funda la unión de “cada uno” con “cada uno”, moldea con la estofa de la vida social la forma de la comunidad.

La tercera relación vital del hombre es con lo que, unas veces, se llama Dios, otras, lo Absoluto, otras el Misterio. Ya hemos visto que en Kier¬kegaard es la única relación esencial, mientras que falta por completo en Heidegger.

La relación esencial con Dios a que se refiere Kierkegaard tiene como supuesto previo, según vimos, que se renuncie a toda relación esencial con cualquier otra cosa, con el mundo, çon la comunidad, con las personas. Se puede compren¬der como una resta que, reducida a una fórmu¬la grosera, podría transcribirse así: Ser — (Mun¬do + Hombre) = O (es decir, objeto o partícipe de la relación esencial); surge al despreocuparse esencialmente de todo lo que no sea “Dios” y “yo”. Pero un Dios al que se puede llegar única¬mente mediante la renuncia a la relación con el ser entero, no puede ser el Dios del ser entero, que Kierkegaard pretende, no puede ser el Dios que ha creado a todos los seres y los sustenta y conserva todos a una; aunque la historia de lo creado aban¬donada a su suerte pueda calificarse de separación, la meta del camino no puede ser sino la unión, y ninguna relación esencial con este Dios puede estar fuera de esta meta. El Dios de Kier¬kegaard no puede ser sino un demiurgo, al que la creación se le ha desbordado y padece con ella, o un redentor ajeno a la creación, que entra en ella desde fuera y que se apiada de ella; ambas figuras son gnósticas.. Entre los tres grandes me¬ditadores de la soledad dentro del cristianismo, Agustín, Pascal y Kierkegaard, el primero se halla bajo el signo del gnosticismo, el tercero, quizá sin saberlo, roza en sus supuestos con la gnosis; sólo Pascal deja de tener que ver con ella, quizás por¬que procede de la ciencia y nunca se desprendió de ella, y la ciencia es compatible con la fe pero no con la gnosis, que pretende ser también verdadera ciencia.

La secularización filosófica de Kierkegaard por Heidegger tenía que renunciar a la concep-ción religiosa de una unión de “uno”, con lo Absoluto, una unión en una relación recíproca real de per¬sona a persona. Pero tampoco conoce ninguna otra forma de unión entre “uno” y lo Absoluto, o entre “uno” y el Misterio omnipresente dcl ser. Lo Absoluto encuentra su lugar en una esfera en la que penetra el yo en su relación consigo mismo, es decir, más allá de cualquier cuestión de un entrar en unión con ello. Y el misterio del ser que trasparece y se nos aparece en todo lo que es, Heidegger, que ha sido influido por el gran poeta de este misterio, Hölderlin, lo ha experi¬mentado sin duda profundamente, pero no como aquel misterio que se presenta ante nosotros y nos exige que le entreguemos también lo último, tan arduamente conquistado, el reposo en el propio ser, que rompamos los limites del “yo mismo” y que salgamos al encuentro de la alteridad esencial.


Además de la triple relación vital del hombre existe todavía otra relación, con uno mismo. Pero no es una relación real como las otras, porque le falta para ello el supuesto previo necesario, la dualidad real. Por eso, tampoco puede ser elevada realmente al nivel de una relación vital esencial. Esta condición se pone de manifiesto en el hecho de que cada una de las tres relaciones vitales esen¬ciales ha encontrado su perfección y transfigura¬ción, la rela-ción con las cosas en el arte, con los hombres en el amor, con el misterio en la vida religio-sa, mientras que la relación del hombre con su propia Existencia y consigo mismo no ha en¬contrado semejante acabado y transfiguración y, seguramente, tampoco los puede encon-trar. Acaso se podría argüir que la lírica significa semejante perfección y transfiguración de la relación del hombre consigo mismo. Pero, por el contrario, representa la poderosa negativa del alma a encon¬trar contento en el trato consigo misma. El poema nos dice que el alma, aun en los casos en que se demora consigo misma, no piensa en sí misma, sino en el ser que no es ella misma, y que el ser que no es ella misma la visita en su nido, la con¬mue-ve y le da contento.

En Kierkegaard esta relación cobra su sentido y su consagración por la relación con Dios. En Heidegger, es ella misma esencial y lo único esen¬cial. Esto significa que el hombre sólo puede llegar a su Existencia auténtica como un sistema que es cerrado por lo que respecta a su compor¬tamiento esencial. Frente a esto, la visión antro¬pológica, que mira al hombre en su conexión con el ser, tiene que considerar que tal conexión es realizable, en grado sumo, únicamente en un sis¬tema abierto. Conexión no puede significar más que esto: conexión con la integridad de mi situa¬ción humana. La situación del hombre no puede ser despojada ni del mundo de las cosas, ni del de los demás hombres y la comunidad, ni tam¬poco del misterio que apunta más allá de un mun¬do y de otro pero también más allá de uno mis¬mo. El hombre puede llegar a su propia Existencia únicamente si la relación total con su situación se tiñe de carácter existencial, es decir, si todos los modos de sus relaciones en la vida se hacen esenciales.

La cuestión de qué sea el hombre no puede ser contestada con la consideración única de la Exis¬tencia o “uno mismo”, en cuanto tales, sino me¬diante la consideración de la conexión esencial de la persona humana con todo el ser y de su relación con todo ser. De la consideración de la Existencia o de “uno mismo”, en cuanto tales, no resulta más que el concepto y el perfil de un ser espiritual casi espectral, que si es cierto que tiene los contenidos corporales de sus sentimien¬tos fundamentales, de su angustia del mundo, de su preocupación existencial, de su culpa prima¬ria, los tiene, sin embargo, en una forma nada corporal, extraña a todo lo corporal.

Este ser espiritual anida en el hombre, vive la vida de éste y se rinde cuenta a si mismo de esta vida, pero no es el hombre, y nosotros esta¬mos preguntando por el hombre. Si intentamos captar al hombre fuera de su conexión esencial con el resto del ser, entonces lo tendremos como animal degenerado, como le pasó a Nietzsche, o como ser espiritual recortado, como le pasa a Heidegger. Únicamente cuando tratamos de abarcar la persona humana en toda su situación, en todas sus posibilidades de relación con todo lo que no es ella, únicamente entonces podemos captar al hombre. El hombre hay que entenderlo como el ser capaz de la triple relación vital y elevar toda forma de relación vital al grado de lo esencial.
“Ninguna época, dice Heidegger en su obra Kant y el problema de la metafísica,* ha sabido tantas y tan diversas cosas del hombre como la nuestra... Pero ninguna otra época supo, en verdad, menos qué es el hombre”. En su otro libro El ser y el tiempo,** ha tratado de proporcionarnos un saber sobre el hombre mediante el análisis de su relación consigo mismo. De hecho, ha llevado a cabo este análisis y, ciertamente, sobre la base de un aislamiento de una relación de todos los demás comportamientos esenciales del hombre. Pero así no se llega a saber, nada más, cuál es el saledizo del hombre. Se podría decir también: a saber lo que el hombre es en el alero, lo que es el hombre que ha llegado al alero del ser. Cuando en mi juventud estudié a Kierkegaard sentí que su hombre era el hombre del saledizo. Pero el hombre de Heidegger ha dado un gran paso decisivo, desde Kierkegaard, en dirección al abismo, donde ya asoma la nada

III

LA DOCTRINA DE SCHELER


1

EL SEGUNDO intento importante, en nuestra época, que trata del problema del hombre como un pro¬blema filosófico independiente ha surgido tam¬bién de la escuela de Husserl; nos referimos a la antropología de Max Scheler.

Es verdad que Scheler no ha ultimado su obra sobre el asunto, pero lo que él mismo publicó en forma de ensayos y conferencias con tema antro¬pológico y lo que, sobre el particular, le ha sido publicado póstumamente, basta para que nos de¬mos cuenta de cuál era su opinión sobre la ma¬teria y la podamos juzgar.

Scheler caracteriza con nitidez la situación an¬tropológica inicial de nuestro tiempo: “Somos la primera época en que el hombre se ha hecho problemático, de manera completa y sin resquicio, ya que, además de no saber lo que es, sabe, tam¬bién, que no sabe.” Conviene, pues, en esta situa¬ción del problematismo extremo, comenzar con la captación sistemática de su ser. Scheler no trata, como Heidegger, de abstraerse de la con¬creción del hombre entero, tal como se da, para pasar a considerar únicamente su Existencia, es decir, su relación con su propio ser como lo único metafísicamente esencial. Le interesa la concre¬ción íntegra del hombre, es decir, le interesa tra¬tar de aquello que, a su parecer, distingue al
hombre de otros seres vivos pero en conexión con lo que tiene de común con ello, y tratarlo de manera que pueda ser reconocido, partiendo de lo común, por la separación que su carácter especí¬fico impone en esa comunidad.

Para un estudio semejante, la historia del pen¬samiento antropológico, en el sentido más amplio, lo mismo el filosófico que el prefilosófico y el extrafilosófico, que le preceden, es decir, “la his¬toria de la autoconciencia del hombre”, no puede tener, como lo reconoce con razón el propio Scheler, más que una significación introductoria. Por el camino de la explicación de todas las “teo¬rías místicas, religiosas, teológicas y filosóficas del hombre”, hay que acabar por liberarse de ellas. “Sólo sí estamos decididos, dice Scheler, a hacer tabla rasa de todas las tradiciones sobre la cuestión, y dirigimos nuestra mirada, con el extrañamiento y el asombro más metódicamente extremados, hacia el ser llamado hombre, seremos capaces de lograr nociones sostenibles”.

Éste es, realmente, el método filosófico genuino y que se recomienda especialmente ante un ob¬jeto que se ha hecho tan problemático. Todo descubrimiento filosófico consiste en destapar algo oculto por los velos fabricados con hilos de miles de teorías, y sin semejante destapamiento nos será imposible dominar el problema del hom¬bre en esta hora tardía. Pero hay que ver si Scheler ha empleado con todo rigor el método que preconiza en sus estudios antropológicos. Ya veremos que no lo hace. Si, en lugar de estudiar al hombre real, Heidegger ha examinado una esencia y composición metafísica, una especie de homúnculo metafísico, también Scheler deja que en su estudio del hombre real interfiera una metafísica que, aunque ha sido elaborada por él y tiene un valor propio, se halla, sin embargo, profundamente influida por Hegel y Nietzsche, por mucho que trate Scheler de deshacerse de su impronta. Pero una metafísica que se infiltra de tal suerte en la meditación, no puede menos de enturbiar la mirada, como lo hicieran las teorías antropológicas, que ya no puede dirigirse limpia¬mente, con aquella extremada enajenación y asom¬bro, al ser que llamamos hombre.

De las dos influencias citadas hay que decir que sus trabajos antropológicos más antiguos se hallan más bien influidos por Nietzscbe, mientras que los posteriores lo son por Hegel. A ambos, a Hegel y Nietzsche, ha seguido Scheler, como vere¬mos, en su sobreestimación de la significación del tiempo para lo Absoluto. Cierto que Nietz¬sche nada quiere saber de lo Absoluto, todo con¬cepto de Absoluto no es, para él, como le pasaba también a Feuerbach, más que un juego y reflejo del hombre mismo; sin embargo, al fijar el senti¬do del ser huma-no en su tránsito al “super¬hombre”, establece como si dijéramos un. absoluto relativo, el cual no tiene ya su contenido en un ser supratemporal sino en un devenir, en el tiem¬po. Pero Hegel, al que Scheler llega desde Nietz¬sche, hace que lo Absoluto cobre primeramente en el hombre y en su acabado la realización total y definitiva de su ser y conciencia propios; ve la esencia del espíritu del mundo en que “él mismo se produce”, de que, en un “proceso absoluto” de una “marcha por etapas”, que culmina en la his¬toria universal, “se sabe y se realiza a sí mismo, a su verdad”.

Partiendo de aquí es como hay que entender la metafísica de Scheler, que ha condicionado en alto grado su antropología en su forma última, en la que se habla del “fundamento de las cosas” que “se va realizando a sí mismo en el decurso temporal del proceso cósmico” y del yo humano como “el lugar único de la divinización, accesible a nosotros, y que, al mismo tiempo, constituye una parte verdadera del proceso de esta diviniza¬ción”, de suerte que tal divinización se remite a él como él a ella. Con esto lo Absoluto o Dios es colocado en el tiempo, y se le hace dependiente de él en forma más radical que ocurriría con Hegel; Dios no es, sino que “deviene”, está colo¬cado en el tiempo, es realmente su producto, y aunque se nos hable de pasada de un ser supra¬temporal que no hace más que manifestarse en el tiempo, claro que, en una teoría con un Dios que deviene, no hay, en realidad, lugar para un ser semejante, pues no hay en ella, verdaderamente, ningún otro ser fuera del tiempo, en el que el devenir transcurre.

En modo alguno hay que confundir este supues¬to fundamental de la metafísica de Scheler con la teoría de Heidegger acerca del tiempo como esen¬cia de la Existencia humana y, con ello, de la existencia en general. Heidegger no hace más que referir la existencia al tiempo y no sobrepasa los límites de la existencia; pero Scheler permite que el ser mismo se disuelva en el tiempo. Heidegger calla acerca de la eternidad en la que la perfección es; Scheler la niega.


2

Scheler llegó a esta metafísica suya tardía des¬pués de un período de catolicismo en que profesó el teísmo. Todo teísmo es un género de aquella concepción de la eternidad en la cual el tiempo no puede ser más que la manifestación y el efec¬to de un ente perfecto y no, por el contrario, el origen y desarrollo de éste. Heidegger también procede de las proximidades del mismo teísmo cristiano, pero en tanto que él no hace más que distanciarse del teísmo, Scheler rompe abierta¬mente con éste.

Voy a referirme a un recuerdo personal porque me parece que su significación rebasa los límites de lo meramente personal. Como mi manera de pensar sobre las cosas supremas había sufrido un giro radical durante la primera Guerra Mun¬dial, solía decirles a mis amigos, para darles a entender mi nueva situación, que me hallaba co¬locado sobre una “delgada arista”. Quería decir con ello que no me paseaba sobre la ancha meseta de un sistema que comprende toda una serie de proposiciones seguras sobre lo Absoluto, sino que me sostenía en una biselada escarpa que se erguía sobre el abismo, sin poseer seguridad alguna de un saber expresable en proposiciones pero sí te¬niendo la certeza del encuentro con lo permanente oculto. Cuando unos años después de la guerra me encontré con Scheler, al que hacía tiempo que no veía —por entonces había roto ya con el pen¬samiento católico, pero yo no lo sabía— me sor¬prendió con la siguiente indicación: “Estoy muy cerca de su delgada arista.” Me sorprendió por¬que, si algo no podía figurarme de Scheler, era que pudiera renunciar al pretendido saber sobre el fundamento del ser. Pero pronto me repuse y le contesté: “Esa arista está en un lugar dis¬tinto al que usted supone”.

Porque, entretanto, le había comprendido: Sche¬ler no se refería a aquella peligrosa estación mía, donde sigo desde entonces, sino que confundía esa posición desairada con una idea que, durante mucho tiempo, había albergado yo, y de la que no estaba muy alejada su nueva filosofía acerca de un Dios en devenir. Desde 1900, creía yo, bajo la influencia de la mística alemana que va del maestro Eckhart hasta Angelus Silesius, en un protofundamento del ser, la divinidad sin nombre, impersonal, que viene a “nacer” en el alma hu¬mana, y después, bajo la influencia de la cábala tardía, en la doctrina según la cual el hombre puede alcanzar el poder de unir al Dios que se cierne sobre el mundo con su shekinah que habita en ese mundo. Así nació en mí la idea de una realización de Dios a través del hombre; me pa¬recía el hombre como el ser mediante cuya exis¬tencia puede cobrar su carácter de realidad lo Absoluto que yace en su verdad. A esta idea mía se refería Scheler con sus palabras, me conside¬raba todavía como su exponente, pero hacía tiem¬po que se había apagado en mí. Él, por su lado, la exageraba mediante su concepto de “divinización”. También durante la guerra había tenido él una experiencia decisiva que se tradujo en la convic¬ción de la radical y esencial impotencia del espí¬ritu.





3

Según Scheler el ser protoente, el fundamento del mundo, tiene dos atributos, el espíritu y el ímpetu. Ante esta duplicidad de atributos piensa uno en Spinoza, pero en éste se trata de sólo dos de entre una serie infinita de atributos, aquellos dos que nosotros conocemos, mientras que para Scheler radica en esta dualidad la esencia del ser absoluto; además, en Spinoza, los dos atributos, el pensamiento y la extensión, se hallan entre sí en una relación de perfecta unión, se correspon¬den y completan entre sí, mientras que en Scheler los dos atributos, el espíritu y el ímpetu, se hallan entre sí en una relación de radical tensión, que sólo se relaja y acompasa en el proceso cós¬mico. En otras palabras: Spinoza funda sus atributos en una unidad eterna que trasciende infinitamente el mundo y el tiempo; Scheler —si no programáticamente sí de hecho—, limita el ser al tiempo y al proceso cósmico que tiene lugar en él.

Cuando, en Spinoza, nos volvemos del mundo a aquello que no es mundo, encontramos el senti¬miento de una plenitud inabarcable, sobrecogedo¬ra, mientras que en Scheler, al hacer la misma operación, tropezamos con el sentimiento de una pobrísima abstracción, sí, con la sensación de vacío. Scheler, que en su lección sobre Spinoza habla de la “atmósfera de eternidad de la divini¬dad misma” que el lector de Spinoza aspira en “profundas bocanadas”, ya no suministra a sus propios lectores una atmósfera semejante. En verdad, el hombre de nuestros días apenas si sabe algo, con un saber vivo, de una eternidad que sostiene y devora al tiempo entero, como el mar las ondas fugaces, aunque le esté todavía abierto un acceso al ser eterno gracias al contenido de eternidad de cada momento que sea vivido po¬niendo en juego en él la existencia entera.

Pero todavía en otro punto importante se dis¬tingue Scheler de Spinoza. Al segundo de sus atributos no lo designa, como Spinoza, con un tér¬mino estático, como extensión, corporeidad, mate¬rialidad, sino con la designación dinámica de ímpe¬tu. Lo que quiere decir que sustituye los dos atributos de Spinoza por los dos protoprincipios de Schopenhauer, la voluntad, a la que llama ím¬petu, y la representación, a la que denomina espíritu.

4

En una observación pasajera, pero que resulta importantísima para la comprensión de su pensa¬miento, dice Scheler que el atributo espíritu del fundamento del ser podía ser designado, también, como deitas dentro de ése fundamento. La divini¬dad, por lo tanto, no es para él el fundamento del mundo sino, dentro de él, uno de los dos principios contrapuse-tos. Y, ciertamente, aquel entre los dos que, “como ser espiritual, no posee ningún poder o fuerza originales” y que, por lo tanto, tampoco puede ejercer ninguna acción crea¬dora positiva. Frente a él tenemos el “omnipoten¬te” ímpetu, la fantasía cósmica, cargada con in¬finidad de imágenes y que las lleva a convertirse en realidad, pero que, originalmente, es ciega para las ideas y valores espirituales. Para poder rea¬lizar la deidad con toda la riqueza de ideas y valores que se hallan latentes en ella, el funda¬mento del mundo tiene que “quitar el freno» al ímpetu, dejarlo en libertad e iniciar así el proceso cósmico. Pero como el espíri-tu no posee de por sí ninguna energía, sólo puede influir en el proceso cósmico poniendo delante de las archipotencias, de los impulsos vitales, las ideas, el sentido, diri¬giéndolas y sublimándolas de ese modo hasta que, en un ascenso siempre creciente, confluyan espíri¬tu e ímpetu, se espiritualice éste y se vitalice aquél.

El escenario decisivo de este proceso es el ser en el cual “el protoser comienza a saberse y a captarse a sí mismo, a comprenderse y a redimirse” y en el cual “comienza, de este modo, la divi¬nízación relativa”: en una palabra, el hombre. “A través de él, el ser se convierte en un ser digno de llamarse existencia divina en la medida en que realiza, en el hombre y a través del hombre, la deidad eterna en el ímpetu de la historia uni¬versal”.

Este dualismo, sorbido en la filosofía de Scho¬penhauer, se reduce en definitiva a la idea gnóstica de dos dioses primeros, uno inferior, orientado hacia la materia y que crea el mun-do, otro supe¬rior, puramente espiritual y que redime ese mun¬do. Sólo que en el pensamien-to de Scheler ambos dioses se han convertido en atributos de un único fundamento del mundo.

No podemos decir que este fundamento del mundo sea Dios, ya que sólo contiene una deitas junto a un principio no divino, y que será Dios más tarde; pero se nos figura tan parecido al hombre como no importa qué otra imagen divina cualquiera: la copia transfigurada del hombre mo¬derno. En este hombre la esfera del espíritu y la de los impul-sos han divergido con más fuerza que nunca; se da cuenta, con pavor, que el espíri¬tu eman-cipado está amenazado de una desvitali¬zación que lo haría impotente y estéril y que, por otro lado, los impulsos proscritos amenazan con destruir su alma; toda su preocupación se enca¬mina al logro de la unidad, del sentimiento y de la expresión de la unidad y, ocupado profunda¬mente consigo mismo, imagina el camino: cree encontrarlo dando rienda suelta a sus impulsos y esperando que su espíritu será capaz de canali¬zarlos. Pero se trata de un mal camino, porque el espíritu, tal como ahora lo tenemos, puede pre¬sentar a los impulsos ideas y valores pero ya no es capaz de hacerlos persuasivos. De todos mo¬dos, este hombre y su camino han sido transfi¬gurados en el fundamento del mundo que nos presenta Max Scheler.

5

Esta noción scheleriana del fundamento del mundo nos remite, más allá de las influencias filosóficas en que se inspira, a su origen en la complexión anímica de nuestra época. Este origen le ha inoculado una contradicción profunda e in¬soluble. Las tesis fundamentales de Scheler, que se pueden comprender muy bien sobre la base de la experiencia que del espíri-tu tiene nuestra época, afirman que el espíritu, en su pura forma, está desprovisto de todo poder. Este espíritu im¬potente lo traslada al protoser como uno de sus atributos. De esta suerte, convierte una impoten¬cia con la que se ha tropezado y que es un resul¬tado, en una impotencia que anida en los orígenes del ser. Pero significa una contradicción interna de su concepción del fundamento del mundo que, en él, el espíritu sea radicalmente impotente.

El fundamento dcl mundo “quita el freno” al ímpetu para que vaya haciéndose el mundo y se realice así el espíritu en la historia de este mun¬do. Pero ¿con qué fuerza el fundamento del mundo había frenado el ímpetu y con qué fuerza lo desenfrenó? ¿Con qué fuerza si no es la de uno de sus dos atributos, el que tiende hacia la realización, la dcitas, el espíritu? Porque el ímpe¬tu no puede darse a sí mismo el poder que lo frene, y si tiene que ser desenfrenado habrá de ser¬lo por aquel poder tan superior al suyo que pudo mantenerlo enfrenado. La concepción que tiene Scheler del fundamento del mundo requiere, pre¬cisa-mente, una sobrepotencia original del espíritu, una potencia tan fuerte que es capaz de frenar y desenfrenar todas las fuerzas dinámicas con las que marcha el mundo.


Podría objetarse que tal fuerza no es ninguna potencia propia positivamente creadora. Pero se¬mejante objeción procede de una confusión entre potencia y fuerza, en la que el mismo Scheler in¬curre muchas veces. Los conceptos se forman a base de nuestras máximas expe-riencias de un cier¬to género, que reconocemos como recurrentes. Y nuestras experiencias máximas del poder no son las de una fuerza que produce cambios inme¬diatos, sino las de una capacidad de poner en movimiento semejantes fuerzas, en forma directa o indirecta. Carece de importancia que, para expresar la acción de este poder, empleemos la expresión positiva “poner en movimiento” o la negativa “quitar el freno”. La elección que hace Scheler de las palabras encubre el hecho de que, también en su “fundamento del mundo”, el espí¬ritu posee el poder de poner las fuerzas en movi¬miento.

6

Dice Scheler que ante su tesis de la impotencia original del espíritu se disipa la idea de una “crea¬ción de la nada”. Claro que se refiere al relato bíblico de la creación, sobre el cual una teología tardía fabricó la versión descarriada de una crea¬ción de la nada. El relato bíblico no conoce la idea de la nada: con ella se violaría el misterio de los comienzos. La épica babiló-nica de la creación del mundo hace que el dios Marduk pasme a la asamblea de dioses cuando conjura unas vestiduras de la pura nada; semejantes efectos mágicos son totalmente extraños al relato bíblico.

Eso que muy al principio llama, con una palabra que, en realidad, quiere decir “esculpir”, la “crea¬ción” del cielo y de la tierra, queda del todo en el misterio, en un proceso que tiene lugar por completo en el seno de la divinidad, y que la teolo¬gía ulterior traduce falsamente sirviéndose del lenguaje de una mala filosofía y que la gnosis saca desde el misterio al mundo, sometiendo así lo alógico a la lógica que reina en el mundo como tal; pero en el principio hay también ya “espíri¬tu” sin duda, algo muy diferente de un “ser es¬piritual”, es decir, el origen de todo movimiento, tanto espiritual como natural, espíritu que se cierne sobre las “aguas” que están animadas de fuerzas germinales, ya que de ellas “brotarán en pululación” los seres vivos, y la creación me¬diante la palabra, de que se nos habla, no es distinta de la acción del espíritu que pone las fuerzas en movimiento. Hay fuerzas en acción y el espíritu tiene poder sobre ellas. También el “fundamento del mundo” scheleriano es uno más entre los innumerables intentos gnósticos que han tratado de despojar de misterio al Dios bí¬blico.

7

Pero volvamos del nacimiento del mundo a su existencia, del espíritu divino al nuestro, que nos es conocido por nuestra experiencia. ¿Qué pasa con él?

En el hombre, dice Scheler, se hace patente el atributo espiritual del ente “en la unidad concen¬trada de la persona que se recoge en sí misma”. En la escala del devenir el protoser, mientras va construyendo el mundo, se va volviendo cada vez más hacia sí mismo para, “en etapas cada vez más altas y en dimensiones siempre nuevas, percatarse de sí mismo, y, por último, poseerse a sí por com¬pleto en el hombre”. Pero el espíritu humano, en el que culmina esta escala hegeliana, es también, como espíritu, originalmente sin poder; se hace con él porque consigue que los impulsos vitales le “suministren energía”, es decir, que el hombre sublima su energía impulsiva en capacidad espi¬ritual.

Scheler describe este proceso de modo que el espíritu empieza dirigiendo la voluntad, presen¬tándole las ideas y los valores que deben ser rea¬lizados; la voluntad mata de hambre a los impul¬sos instintivos, interceptándoles las representacio¬nes de que habrían menester para llegar a una acción instintiva, y en ese estado de voraz expec¬tativa les presenta ante los ojos, como un cebo, las representaciones que corresponden a las ideas y a los valores, hasta que realizan el proyecto de la voluntad establecido por el espíritu.

¿Es que acaso este hombre, de cuya vida inte¬rior se nos presenta tal cuadro basado en los conceptos del moderno psicoanálisis, es realmen¬te el hombre? ¿O no será, más bien, una cierta clase de hombre, ésa precisamente en la cual se han separado e independizado de tal modo las esferas del espíritu y de los impulsos, que aquél puede mostrar desde sus alturas a los impulsos el cebo magnífico de las ideas, al estilo como, en una leyenda gnóstica, las hijas de la luz se apare¬cen a los poderosos príncipes de los planetas para abrasarlos de amor y hacer que se desprendan de su fuerza luminosa?


8

Es posible que la descripción de Scheler se apli¬que a esos ascetas de la voluntad que llegan a la contemplación a través del ascetismo. Pero el ascetismo existencial de muchos grandes filósofos no se ha de entender de suerte que en ellos el es¬píritu arrebate a los impulsos la energía vital o se la canalice, sino que en la constitu-ción radical de su existencia le ha sido atribuido al pensa¬miento un alto grado de potencia concentrada y una soberanía absoluta. Lo que en ellos ocurre entre el espíritu y los impul-sos no es, como en el hombre de Scbeler, un enfrentamiento en el que el espíritu despliega grandes recursos estra¬tégicos y pedagógicos, ante los cuales los impulsos oponen al princi-pio una resistencia violenta para acabar rindiéndose poco a poco, sino que se puede compa-rar, más bien, a la ejecución bilateral de un contrato primordial, que asegura para el es¬píritu la hegemonía indiscutible y que los impul¬sos cumplen en algunos casos a regañadientes pero, las más de las veces, muy a gusto.

No olvidemos que el tipo del asceta no es, como le parece a Scheler, el tipo fundamental del hom¬bre espiritual. Donde con más claridad vemos esto es en el campo del arte. Si trata-mos de com¬prender a hombres como Rembrandt, Shakes¬peare, Mozart partiendo de este ti-po humano, observaremos que lo que caracteriza al genio artístico es, precisamente, que no necesita poseer un temple ascético. Siempre tendrá que llevar a cabo actos ascéticos de ne-gación rotunda, de renuncia, de transformación interior, pero la ge¬nuina dirección de su vi-da espiritual no se basa en el ascetismo. No nos encontramos en tales ca¬sos con eternas ne gociaciones entre el espíritu y los impulsos; los impulsos escuchan al espíritu pa¬ra no per-der el enlace con las ideas, y el espíritu escucha a los impulsos para no perder el contacto con las potencias primeras. Cierto que la vida interior de estos hombres no se desliza en una


pura armonía, y hasta podemos decir que conocen mejor que nadie la tierra demoníaca de los con¬flictos. Pero equivaldría a una simplificación erró¬nea y descarriante identificar los demonios con los impulsos; a menudo, presentan un rostro pu¬ramente espiritual. En estos tipos de hombre y, en general, en la vida de los grandes hom¬bres las negociaciones auténticas y las decisiones de verdad no ocurren entre el espíritu y los im¬pulsos sino entre espíritu y espíritu, entre impul¬sos e impulsos, entre una figura hecha de espíritu e impulso, y otra figura de la misma pasta. No es posible reducir el drama de una gran vida a la dualidad de espíritu e impulso.

No me parece bien que se trate de mostrar la esencia del hombre y de su espíritu partiendo del tipo del filósofo, de sus cualidades y experiencias, como lo hace Scheler. El filósofo es, sin duda, un tipo importante de hombre, pero representa, más bien, un caso bastante particular de la vida espiritual y no su forma fundamental. Pero ni a él mismo lo podríamos comprender partiendo de esa dualidad.

9

Scheler trata de hacernos patente la peculiari¬dad del espíritu, como un bien especifico del hombre, a diferencia de la inteligencia técnica que el hombre comparte con los animales, sirvién¬dose del acto de ideación. Presenta este ejemplo: un hombre tiene un dolor en el brazo. La inteli¬gencia pregunta cómo ha surgido este dolor y cómo podría ser eliminado, y contesta la pregun¬ta con ayuda dc la ciencia. El espíritu toma ese mismo dolor como un ejemplo de la condición esencial de que el mundo se halla impregnado de dolor, interroga por la esencia del dolor mismo y, más arriba todavía, se pregunta cómo debe estar constituido el fundamento de las cosas para que sea posible algo como el “dolor en general”. Esto es, el espíritu del hombre cancela el carácter de realidad del fenómeno dolor que el hombre ha experimentado, y no se limita, como creía Hus¬serl, a suspender el juicio sobre la realidad efec¬tiva del dolor y a tratarlo según su esencia, sino que elimina tentativamente toda la impresión de realidad, lleva a cabo el “acto, ascético en el fon¬do, de la desrealización” y se eleva así sobre el ímpetu vital aguijoneado por el dolor.

Dudo mucho que ni siquiera en el filósofo, por lo menos cuando parte con intención de descu¬brir el ser, el acto decisivo de la ideación ofrezca esa contextura. No se conoce la esencia del dolor alejándose el espíritu de él, arrellanándose, como si dijéramos, en un sillón para contemplar sere¬namente el espectáculo del dolor, como un ejem¬plo irreal; aquel cuyo espíritu se entretenga en este juego acaso coseche muchas ideas ingeniosas sobre el dolor pero jamás llegará a captar su esencia. El dolor es conocido en la medida en que es descubierto de hecho. Quiere decirse, que el espíritu no se queda fuera y no desrealiza sino que se lanza a fondo en este dolor real, se aposen¬ta en él, se identifica con él, lo llena de espíritu, y entonces es cuando el dolor se le franquea en tal intimidad. No se logra conocimiento mediante la desrealización sino precisamente, penetrando en esta realidad concreta y con una penetración de tal índole que descubre la esencia en la en¬traña de esta realidad. Semejante penetración es para nosotros una penetración espiritual.

Nunca nos preguntamos de primeras, como su¬pone Scheler, “qué es propiamente el dolor mismo, prescindiendo de que yo lo tengo aquí y aho¬ra”. No se prescinde. Precisamente, el dolor que yo tengo ahora, su ser mío, su ser ahora, su ser aquí, su ser así, es decir, la presencia completa de este dolor, es lo que me descubre la esencia del dolor mismo. Al contacto penetrante del es¬píritu, parece como si el dolor platicara con el espíritu en un lenguaje demoniaco.

El dolor y cualquier suceso real del alma, no es en modo alguno comparable a un espectáculo sino, más bien, a los misterios antiguos, cuyo sentido no conocía más que el iniciado, el que tomaba parte en la danza. El coloquio demoníaco en que cl espíritu platica con el dolor en íntimo contacto, lo vierte aquél al lenguaje de las ideas. Pero esta versión tiene lugar en contraste y dis¬tanciamiento del objeto; ya antes ocurrió el acto decisivo del espíritu. La ideación primaria pre¬cede a la ideación que procede por abstracción.

Tampoco en el filósofo del pensamiento “con¬templativo”, en la medida en que el ser del mundo le ha autorizado a ser su vocero, es lo primero sino lo segundo. Lo primero es el descubrimiento de un ser en comunión con él, y tal descubri¬miento es un acto eminente-mente espiritual. Toda idea filosófica procede de semejante descubri¬miento. Sólo aquel que, sumido en el fondo úl¬timo del propio dolor, sin prescindir de nada de él, se pone en comunión dentro de su espíritu con el dolor del mundo, será capaz de conocer la esencia del dolor. Pero para que sea capaz de esto es menester una condición previa, a saber, que este hombre haya experimentado ya la hon¬dura del dolor de otro ser realmente, es decir, no con la “compasión”, que no penetra hasta el ser, sino con un amor grande; entonces es cuando se le hace transparente el propio dolor, en su fondo último, dentro del dolor del mundo. Sólo la participación en la existencia de los seres vivos descubre el sentido en el fondo del propio ser.

Pero para enterarse mejor de lo que es el espí¬ritu no basta con investigarlo allí donde se ha convertido ya en obra y en oficio; hay que bus¬carlo también donde es todavía aconteci-miento. Porque el espíritu, en su realidad original, no es algo que es sino algo que acontece, mejor dicho, algo que no es esperado sino que ocurre de pronto.

Obsérvese al niño, especialmente en esa edad en que ya abriga en su seno el lenguaje pero no todavía los bienes tradicionales almacenados en él. Vive en las cosas dentro del mundo de las cosas, con todo lo que nosotros, adultos, todavía conocemos y también con todo lo que ya no co¬nocemos, con todo lo que nos ha sido desbaratado por los bienes de la tradi-ción, por los conceptos, por lo que es fijo y seguro. De pronto, el niño empieza a contar, si-gue contando, se sume en el silencio, vuelve a irrumpir de nuevo. ¿Cómo y qué nos cuenta el niño? No podríamos caracteri¬zarlo más que de un solo modo; míticamente. Cuenta lo mismo, exactamente, que el hombre pri¬mitivo cuenta los mitos, que han surgido del sueño y de la visión en vigilia, de la experiencia y de la “fantasía” (¿acaso no es la fantasía, original¬mente, un modo de experiencia?), fundidos en indisoluble unidad. Ahí tenemos al espíritu de pronto. Pero sin ningún “ascetismo” ni “sublima¬ción” previos.

El espíritu se hallaba ya, por supuesto, en el niño antes de que comenzara a contar, pero no en cuanto tal, no por si sino ¡fundido con los “impulsos” y con las cosas! Ahora aparece él, independiente, en la palabra. El niño “tiene es¬píritu” cuando comienza a hablar, lo tiene puesto que quiere hablar. Antes de haber hablado, las imágenes míticas no estaban separadas, sino en¬globadas y amontonadas en la sustancia de la vida. Ahora están ahí, en la palabra. Porque el niño posee el impulso espiritual de la palabra surgen hacia fuera, cobran, a la vez, una concien¬cia independiente y expresión. El espíritu comien¬za como impulso, como impulso a la palabra, es decir, como el impulso a estar junto con los demás en un mundo de fluyente comunicación de imá¬genes que se dan y se reciben.

O podemos observar a un campesino de esos que existen todavía, aunque parecen haber des¬aparecido ya las condiciones sociales y culturales que lo hacen posible. Me refiero al campesino que, durante toda su vida, parecía no poder pensar más que en términos de finalidad y técnica, que siempre lleva en su cabeza el pensamiento de lo necesario para su economía y para la situación inmediata de la vida. Pero empieza a envejecer, y ya le cuesta trabajo llegar al nivel eficaz del hombre que era. Lo sorprendernos, ocioso, en un día de descanso, con la mirada perdida en las nubes, y si se le pregunta “¿qué haces?” respon¬de, después de una pausa, que estaba pensando en el tiempo, pero nos damos cuenta de que no nos dice la verdad. De cuando en cuando, en for¬ma inesperada, abre la boca para pronunciar una sentencia. Ya otras veces pronunció sentencias, pero eran casi siempre cosas sabidas, tradiciona¬les, observaciones, entre amargas e irónicas, sobre “la marcha de las cosas”, y algo parecido sigue diciendo ahora, sobre todo cuando las cosas le salen mal, cuando ha experimentado la resistencia de las cosas —lo que Scheler considera como lo esencial en la experiencia del mundo—, es decir, cuando vuelve a probar de nuevo la contradicción que reina en el mundo. Pero, entre palabra y palabra, dice también otras que antes no se le oían, no conocidas por la tradición, y las dice con la mirada fija, a menudo como entre dientes, como si hablara para sí, y apenas si se las pode¬mos pescar; está expresando sus ideas propias.

No hace esto cuando experimenta la resistencia de las cosas sino, por ejemplo, cuando el arado se hunde en la tierra con tanta blandura y tan hondo que parece que aquella se le abre entraña¬blemente, o cuando la vaca ha parido con tanta facilidad que parece haber actuado como partera alguna potencia invisible. Es decir, que emite opiniones propias cuando ha experimentado la gracia de las cosas, cuando, a pesar de todas las resistencias, vuelve a experimentar que existe una participación del hombre en el ser del mundo. Es verdad que la experiencia de la gracia ha sido hecha posible por la experiencia de la resistencia y en contraste con ella; pero también ocurre en este caso que el espíritu surge de acuerdo con las cosas y de acuerdo con los impulsos.


11

En su primer ensayo antropológico que procede de su período teísta Scheler hace comenzar al ver¬dadero hombre en el “buscador de Dios”. Entre el animal y el homo faber, el que construye herra¬mientas y máquinas, no hay más que una diferen¬cia de grado; entre el horno faber y el hombre que comienza a ir más allá de sí mismo y a buscar a Dios, existe una diferencia esencial. En sus últimos ensayos antropológicos, a los que ya no sirve de base el teísmo sino esa idea de un Dios en de¬venir, en lugar del hombre religioso tenemos al filósofo, Entre el homo faber y el animal, así nos habla ahora, no existe ninguna diferencia esencial, porque tanto la inteligencia como la capacidad de elección se pueden atribuir por igual a ambos. Únicamente mediante el principio del espíritu, superior, en absoluto, a toda inteligencia y fuera, en general, de todo lo que llamamos vida, se asegura el hombre su lugar peculiar en el cosmos. El hombre como ser vital es, “sin género de duda, un callejón sin salida de la naturaleza” pero “como posible ‘ser espiritual’” representa la sa¬lida luminosa y magnífica de ese callejón. El hombre no es, por lo tanto, un ser en reposo, un factum, sino una posible dirección del proceso. Es casi lo mismo que Nietzsche dijo del hombre, sólo que, en lugar de la “voluntad de poderío”, que convertiría al hombre en hombre genuino, tenemos al “espíritu”. Pero, según Scheler, la determinación fundamental de un ser “espiritual” es su desprendibilidad existencial de lo orgánico, de la “vida”, y de todo lo que pertenece a la “vida”.

Esto que dice Scheler se aplica en cierta me¬dida, con las esenciales limitaciones que señalé antes, al filósofo; pero no al ser espiritual del hombre en general y, sobre todo, no se aplica al espíritu como acontecimiento. En sus trabajos primeros y en los posteriores Scheler traza, res¬pectivamente, dos líneas de demarcación diferen¬tes a través de lo humano, pero ambas son in¬suficientes e intrínsecamente contradictorias. Si el hombre religioso es algo más que la actualiza¬ción existencial de todo aquello que vive en todos los hombres “no-religiosos” como necesidad sor¬da, como abandono balbuciente, como clamante desesperación, entonces es un monstruo; el honi¬bre no comienza allí donde se busca a Dios sino allí donde se padece la lejanía de Dios sin saber de qué se padece. Y un hombre “espiritual” en el que se alberga un espíritu que no existe en nin¬guna otra parte, un espíritu que conoce el arte de despegarse de toda vida, no pasa de ser una curiosidad. Cuando el espíritu como oficio pre¬tende ser algo esencialmente diferente que el es¬píritu como acontecimiento, ya no se trata del verdadero espíritu sino de un producto artificioso que ha usurpado su lugar.

El espíritu se halla repartido en chispas por todas las vidas, estalla en llamas en la vida de los que la llevan más intensa y, a veces, en algún lugar se levanta un gran incendio espiritual. Todo esto es un ser y una sustancia. No hay ningún otro espíritu que ése que se nutre de la unidad de la vida y de la unión con el mundo. Cierto que le ocurre a veces encontrarse separado de la uni¬dad de la vida y sumido en una oposición abis¬mática con el mundo, pero ni siquiera en el mar¬tirio de la existencia espiritual reniega el espíritu verdadero de su comunidad primordial con el ser entero, antes bien, la afirma contra los falsos re¬presentantes del ser, que la niegan.


12

El espíritu corno acontecimiento, ese espíritu que descubrimos en el niño y en el campesi-no, nos da a entender claramente que no pertenece a su esencia, según cree Scheler, al nacer mediante la represión y la sublimación de los impulsos.

Como es sabido, estas categorías psicológicas las tomó Scheler del mundo conceptual de Sigmund Freud, entre cuyos méritos mayores está, sin duda, el de haberlas acuñado. Pero aunque estas cate¬gorías posean una validez general, el lugar central que Freud les atribuye, su significación dominante en toda la textura de la vida personal y social y, en especial, en el nacimiento y desarrollo del espíritu, no se funda en la naturaleza misma del hombre, sino, únicamente, en la situación e índole del hombre típico de hoy. Pero este hombre está enfermo, tanto en sus relaciones con los demás como en su propia alma. La significación central que en el sistema de Freud corresponde a la re¬presión y a la sublimación es el resultado del aná¬lisis de un estado patológico y es valedera para semejante estado; las categorías son psicológicas pero su poder preponderante es un poder psicopatológico.
Es verdad que se podría demostrar que, sin embargo, su significación es valedera no sólo para nuestra época sino también para otras que le son afines, a saber, para las épocas que acusan una patología parecida, para los tiempos de crisis como es el nuestro; pero no conozco en la histo¬ria ninguna crisis tan honda y tan amplia como la nuestra, y de aquí la importancia mayor que corresponde hoy a estas categorías.

Si tratáramos de compendiar nuestra crisis en una fórmula, la podríamos llamar una crisis de la confianza. Ya hemos visto cómo se suceden en la historia épocas en que el ser humano goza de seguridad en el cosmos con épocas de insegu¬ridad, pero en estas últimas subsiste todavía, casi siempre, una seguridad social, el sentirse conlle¬vados por una pequeña comunidad orgánica que vive en una comunidad real; la confianza que rei¬na dentro de esta comunidad compensa la insegu¬ridad cósmica, presta cohesión y seguri-dad. Allí donde reina la confianza, muchas veces el hombre tiene que acomodar sus deseos a los mandatos de la comunidad, pero no se ve forzado a repri¬mirlos en tal grado que esta represión llegue a cobrar una significación dominante en su vida; esos deseos se funden en diversos modos con las necesidades de la comunidad, cuya expresión son sus mandatos. Claro que para que esta fusión pueda tener realmente lugar es menester que den¬tro de la co-munidad todos vivan realmente con todos, que reine en ella, por consiguiente, una confian-za no impuesta ni imaginada, sino genuina y elemental. Cuando la comunidad orgánica se va desintegrando por dentro y la desconfianza se convierte en el tono fundamental de la vida enton¬ces es cuando la represión adquiere valor prepon¬derante. La espontaneidad de los deseos es sofo¬cada por la desconfianza, todo se torna o puede tornarse en hostil a uno, no se experimenta nin¬guna concordancia entre los propios anhelos y los de los demás, porque no existe ninguna fusión o reconciliación verdadera en aquello de que tiene necesidad una comunidad conllevadora y los de¬seos sofocados reculan desesperados al cubil del alma.

Entonces cambian también las vías del espíritu. La manera como antes solía surgir era, esencial¬mente, la de un rayo que desciende de las alturas como manifestación concentrada de la totalidad de los hombres. Pero ahora no existe una totali¬dad humana que tenga la fuerza y el coraje de manifestarse; para lograr espíritu es menester, antes, sublimar la energía de los impulsos repri¬midos, y las marcas de su nacimiento ya no le abandonan al espíritu, al que no le será posible afirmarse más que en una acalambrada enajena¬ción frente a los impulsos. La separación entre espíritu e impulsos es, en este caso, como en tan¬tos otros, la consecuencia de la separación entre hombre y hombre.

13

Frente a la opinión de Scheler hay que decir que el espíritu es, en su origen, pura potencia, el poder del hombre para captar el mundo en ima¬gen, en música y en concepto, gracias a una íntima participación en él y a una lucha, también, con él, como si dijéramos, cuerpo a cuerpo.

La condición primera es la participación íntima del hombre en el mundo, íntima tanto en guerra como en paz. Todavía no existe el espíritu como ser particular pero se esconde ya en la fuerza de la participación primitiva y concentrada. El es¬píritu como ser particular aparece con el afán cre¬ciente que, no contento con sentir el mundo al luchar o jugar con él, pretende ya captarlo, surge con la pasión que trata de ordenar en el cosmos el caos experimentado. En el parpadeo deslum¬brador de la luz va dibujándose la imagen, con el alboroto salvaje de la tierra se forma el cántico, en medio de la bárbara confusión de todas las cosas emerge el concepto. Así nace el espíritu como espíritu.

Pero no debemos imaginarnos una etapa pri¬mordial del espíritu en la que éste no querría manifestarse: la imagen puja por ser pintada en el techo de la caverna y ya la mano siente el hor¬migueo creador, el cántico pugna por ser cantado y ya cuaja en la garganta. El caos es domeñado por la forma. Pero la forma pide ser percibida por otros que no son quien la produjo: la imagen es mostrada con entusiasmo, el bardo canta con pa¬sión para sus oyentes. No es posible separar el impulso hacia la forma del impulso de la palabra. A través de su participación en el mundo, llega el hombre a participar en las almas. El mundo es ligado, ordenado, ahora es cuando se convierte en un mundo del que se puede hablar entre los hombres. Y de nuevo el espíritu es puro poder; con los ademanes y las palabras doblega el hombre de espíritu la resistencia de los amigos del caos y ordena la comunidad. La impotencia del espí¬ritu, que Scheler considera como original, es siem¬pre circunstancia acompañante de la desintegra¬ción de la comunidad.

Ya la palabra no es escuchada, no plasma ni ordena lo humano, el espíritu no encuentra acceso a las almas y se despega, se separa de la unidad de la vida y se refugia en su torre almenada, que es el cerebro. Hasta entonces, el hombre había pensado con todo el cuerpo y hasta con las yemas de los dedos, de aquí en adelante no piensa más que con el cerebro. Ahora es cuando Freud tiene delante el objeto de su psicología y Scheler el de su antropología: el hombre enfermo, separado del mundo y escindido en espíritu e impulso. Mientras sigamos figurándonos que este hombre enfermo es el hombre, el hombre normal, el hom¬bre en general, no habrá manera de aliviarlo.

Tengo que dar término a la exposición y crítica de la antropología de Scheler. Habría que mos¬trar, en un estudio genético, que la diferencia esencial entre el hombre y el animal, la que fun¬damenta el ser del hombre, no es su separación de la unión, a través del impulso, con las cosas y los seres, sino, por el contrario, su nueva manera distinta de inclinarse hacia las cosas y los seres. Habría que poner de manifiesto que no es lo técnico, común al animal, y al hombre, aquello primario a partir de lo cual se destaca el hombre, sino que la primitiva técnica peculiar al hombre, la invención de instrumentos duraderos adaptados a sus fines y capaces de una aplicación constante, ha sido hecha posible por la relación nueva que el hombre guarda con las cosas como con algo que se contempla, que es independiente y duradero. Igualmente, habría que demostrar que en la rela¬ción con los demás hombres no es lo instintivo lo primitivamente determinante a partir de lo cual el hombre se eleva después en la lucha del espíritu con los impulsos, sino que lo humano comienza en conexión con un inclinarse hacia los hombres como personas que, con descuido de una necesidad cualquiera, son independientes y dura¬deras, y que el origen del lenguaje sólo se puede comprender gracias a una inclinación de este tipo.

Tanto en un caso como en otro tenemos clara¬mente una unidad de espíritu y de impulso, la formación de nuevos impulsos espirituales. Y ni en un caso ni en otro es posible captar la esencia del hombre partiendo de lo que ocurre en el inte¬rior del individuo, partiendo de la autoconciencia —lo que Scheler considera como la diferencia fundamental entre el hombre y el animal— sino arrancando de la peculiaridad de sus relaciones con las cosas y los seres.


IV

PERSPECTIVAS

HEMOS VISTO, al examinar dos ensayos importan¬tes de nuestro tiempo, que una antropología indi¬vidualista que no se ocupa esencialmente más que de la relación de la persona humana consigo misma, de las relaciones entre el espíritu y los impulsos dentro de ella, etc., no puede llevarnos a un conocimiento de la esencia del hombre. La cuestión de Kant “¿Qué es el hombre?”, de cuya historia y efectos he tratado en la primera parte, no puede ser resuelta, si es que cabe resolverla, partiendo de la consideración de la persona hu¬mana en cuanto tal, sino, únicamente, considerán¬dola en la totalidad de sus relaciones esenciales con el ente. Sólo el hombre que realiza en toda su vida y con su ser entero las relaciones que le son posibles puede ayudarnos de verdad en el co¬nocimiento del hombre. Y como, según hemos visto, la cuestión de la esencia del hombre se le presenta con toda su hondura al hombre que se encuentra en soledad, el camino para la respuesta lo buscaremos en el hombre que logra sobrepa¬sar la soledad sin padecer, por ello, en la fuerza indagadora que aquélla le prestó.

Con esto hemos dicho que al pensamiento hu¬mano se le plantea una tarea nueva con referencia a la vida. Y nueva precisamente en su referencia a la vida. Porque exige que el hombre que quiera conocerse a sí mismo se sobreponga a la tensión de la soledad y a la llaga viva de su problemática para que entre, a pesar de todo, en una vida reno¬vada con su mundo y se ponga a pensar a partir de esta situación. Para esto se presupone, claro está, que, no obstante las extraordinarias dificul¬tades, comienza de verdad un nuevo proceso de superación de la soledad, en vista del cual se pue¬de percibir y formular aquella tarea intelectual a que nos referíamos. Claro es que en este punto de la marcha humana en que nos encontramos, no es posible que un proceso semejante sea operado únicamente por el espíritu pero, en cierto grado, el conocimiento servirá para promoverlo. Corres¬póndenos aclarar esto en sus líneas generales.

La crítica del método individualista suele partir, generalmente, de la tendencia colectivista. Pero si el individualismo no abarca más que una parte del hombre, así le ocurre también al colectivismo: ninguno de los dos se encamina a la integridad del hombre, al hombre como un todo. El indivi¬dualismo no ve al hombre más que en relación consigo mismo, pero el colectivismo no ve al hom¬bre, no ve más que la “sociedad”. En un cáso el rostro humano se halla desfigurado, en el otro oculto.

Ambas concepciones de la vida, el individualis¬mo moderno y el colectivismo moderno, por muy diferentes que sus otras causas puedan ser, son, en lo esencial, el resultado a la manifestación de una situación humana pareja, sólo que en etapas diferentes. Esta situación se caracteriza, gracias a la confluencia de una doble falta de hogar, el cósmico y el social, y de una doble angustia, la cós¬mica y la vital, como una complexión solitaria de la Existen-cia, en un grado que, posiblemente, jamás se dio antes. La persona humana se siente, a la vez, como hombre que ha sido expuesto por la naturaleza, como un niño expósito, y como persona aislada en medio del alboroto del mundo humano. La primera reacción del espíritu al co¬nocer la nueva situación inhóspita es el indivi¬dualismo moderno, el colectivismo es la segunda.
En el individualismo la persona humana se em¬peña en afirmar esta situación, en revestirla de una meditación positiva, de un amor fati univer¬sal; se esfuerza por levantar la ciudadela de un sistema de vida en el que la idea declara que desea acoger la realidad tal como es. Por lo mis¬mo que es expuesto por la naturaleza, el hombre se siente individuo de un modo tan radical como ningún otro ser en el mundo y acepta su ser expósito por lo mismo que significa su individua¬lidad. Y también acepta su soledad como perso¬na, porque únicamente la mónada en medio de otras mónadas puede sentirse como individuo en forma extremada y ensalzar tal estado. Para sal¬varse de la desesperación que le amenaza en esta soledad, el hombre busca la salida de glorificarla. El individuo moderno posee, esencialmente, un fundamento imaginario. Este carácter imaginario representa su talón de Aquiles, porque la imagina¬ción no alcanza a dominar de hecho la situación dada.

La segunda reacción, el colectivismo, se produ¬ce en lo esencial como consecuencia del fracaso de la primera. La persona humana pretende esta vez sustraer su destino a la soledad, tratando de sumergirse por completo en uno de los moder¬nos grupos compactos. Cuanto más compacto, más cerrado y más potente sea este grupo, en tanto mayor grado se sentirá libre de ambas for¬mas de intemperie, la social y la cósmica. Ya no hay motivo alguno para la angustia vital, puesto que basta con acomodarse en la “voluntad ge¬neral” y abandonar la responsabilidad propia ante la existencia, que se ha hecho demasiado compli¬cada, en manos de la responsabilidad colectiva, que se muestra a la altura de todas las compli¬caciones. Y tampoco hay motivo ya para ninguna. angustia cósmica, porque en lugar del universo, que se ha hecho tan inhóspito que ya no permite, por decirlo así, celebrar ningún contrato con él, tenemos a la naturaleza tecnificada, que ésa sí que la sociedad ha dominado o parece que podrá do¬minar. La colectividad asume la seguridad total. Esto ya no es imaginario, aquí rige una espesa realidad, lo general mismo parece que se ha hecho real, pero, en su esencia, el colectivismo moderno está afectado por la ilusión. Se ha establecido el contacto fundente de la persona con el “todo”, que abarca la masa de los hombres y funciona con tanta seguridad, pero ningún contacto ha tenido lugar de hombre a hombre. El hombre en colec¬tividad no es el hombre con el hombre. No se libra a la persona de su aislamiento unciéndola a otras vidas; el “todo”, que reclama la totalidad de cada uno, se encamina consecuentemente, y con éxito, a reducir, neutralizar, desvalorizar, des¬pojar de todo aviso de santidad a cualquier unión entre seres vivos. Se tritura o se insensibiliza, cuando menos, toda faceta sensible del ser perso¬nal que anhele el contacto con otros seres. No se supera el aislamiento de los hombres, lo único que se hace es sofocarlo. Es reprimido el afán de conocerse a sí mismo, pero la situación efec¬tiva opera incoercible en el fondo y cobra secreta¬mente una cruel potencialidad que se pondrá de manifiesto el día en que se disipe la ilusión. El colectivismo moderno es la última barrera que ha levantado el hombre antes de encontrarse con¬sigo mismo.

El encuentro del hombre consigo mismo, sólo posible y, al mismo tiempo, inevitable, una vez acabado el reinado de la imaginación y de la ilusión, no podrá verificarse sino como encuen tro del individuo con sus compañeros, y tendrá que realizarse así. Únicamente cuando el individuo re¬conozca al otro en toda su alteridad como se reconoce a si mismo, como hombre, y marche desde este reconocimiento a penetrar en el otro, habrá quebrantado su soledad en un encuentro riguroso y transformador.

Es claro que un acontecimiento semejante no puede producirse más que como un sacudimiento de la persona como persona. En el individualis¬mo, la persona, a causa del vencimiento nada más que imaginario de su situación fundamental, se halla montada en la ficción, por mucho que crea o pretenda creer que se está afirmando como persona en el ser. En el colectivismo, al renunciar a la decisión y resolución personal directa, renun¬cia a sí niisma. En ambos casos, es incapaz de irrumpir en el otro: sólo entre personas auténti¬cas se da una relación auténtica.

No obstante todos los intentos de galvanización, el tiempo del individualismo pasó ya. El colecti¬vismo se halla, por el contrario, en la cima de su desarrollo, aunque ya se muestran aquí y allá algunos signos de relajamiento. No queda más re¬medio que la rebelión de la persona por la causa de la libertad de la relación. Veo asomar por el horizonte, con la lentitud de todos los aconteci¬mientos de la verdadera historia humana, un des¬contento tan enorme cual no se ha conocido ja¬más. No se tratará ya, como hasta ahora, de opo¬nerse a una tendencia dominante en nombre de otras tendencias, sino de rebelarse contra la falsa realización de un gran anhelo, el anhelo de la comunidad, el anhelo de su realización auténtica. Se luchará contra la imagen deformada y por la forma pura, tal como ha sido contemplada por generaciones humanas llenas de fe y de esperanza.

Estoy hablando de acciones vivas, pero la única manera de traerlas a vida es por medio del cono¬cimiento vivo. Su primer paso ha de consistir en desbaratar una falsa alternativa que ha abrumado al pensamiento de nuestra época, la alternativa entre individualismo y colectivis-mo. Su primera indagación se enderezará a la búsqueda de la al¬ternativa “genuina” exclui-da; y por alternativa “genuina” excluida no hay que entender ni una idea que se pueda redu-cir a esas otras dos ni tampoco una mera componenda ecléctica entre ellas. La vida y el pen samiento se hallan ante la misma problemática. Así como la vida cree falsamente que tiene que escoger entre individua¬lismo y colectivismo, así también el pensamiento opina, falsa mente, que tiene que escoger entre una antropología individualista y una sociología colecti-vista.La excluida alternativa “genuina”, una vez que se dé con ella, nos mostrará el camino.
El hecho fundamental de la existencia humana no es ni el individuo en cuanto tal ni la colec¬tividad en cuanto tal. Ambas cosas, consideradas en sí mismas, no pasan de ser formidables abs¬tracciones, El individuo es un hecho de la exis¬tencia en la medida en que entra en relaciones vivas con otros individuos; la colectividad es un hecho de la existencia en la medida en que se edifica con vivas unidades de relación. El hecho fundamental de la existencia humana es el hom¬bre con el hombre. Lo que singulariza al mundo humano es, por encima de todo, que en él ocurre entre ser y ser algo que no encuentra par en ningún otro rincón de la naturaleza. El lenguaje no es más que su signo y su medio, toda obra espiritual ha sido provocada por ese algo. Es lo que hace del hombre un hombre; pero, si-guiendo su camino, el hombre no sólo se despliega sino que también se encoge y degenera. Sus raíces se hallan en que un ser busca a otro ser, como este otro ser concreto, para comu-nicar con él en una esfera común a los dos pero que sobrepasa el campo propio de cada uno. Esta esfera, que ya está plantada con la existencia del hombre como hombre pero que todavía no ha sido con¬ceptualmente dibujada, la denomino la esfera del “entre”. Constituye una protocategoría de la rea¬lidad humana, aunque es verdad que se realiza en grados muy diferentes. De aquí puede salir esa “excluida alternativa genuina” de que hablá¬bamos.

Para llegar a la intuición sobre la que montar el concepto del “entre”, tendremos que locali-zar la relación entre personas humanas no como se acos¬tumbra en el interior de los indivi-duos o en un mundo general que los abarque y determine sino, precisamente y de hecho, en el “entre”. No se trata de una construcción auxiliar ad hoc sino del lugar y soporte reales de las ocurrencias inter¬humanas; y si hasta ahora no ha llamado particu¬larmente la atención se debe a que, a diferencia del alma individual y del mundo circundante, no muestra una continuidad sencilla sino que vuelve a constituirse incesantemente al compás de los encuentros humanos; de ahí que lo que de dere¬cho le correspondía se haya atribuido, sin la me¬nor cavilación, a los elementos continuos alma y mundo.

Una conversación de verdad (esto es, una con¬versación cuyas partes no han sido concertadas de antemano sino que es del todo espontánea, pues cada uno se dirige directamente a su inter¬locutor y provoca en él una respuesta imprevis¬ta), una verdadera lección (es decir, que no se repite maquinalmente, para cumplir, ni es tam¬poco una lección cuyo resultado fuera conocido de antemano por el profesor, sino una lección que se desarrolla con sorpresas por ambas partes), un abrazo verdadero y no de pura formalidad, un due¬lo de verdad y no una mera simulación; en todos estos casos, lo esencial no ocurre en uno y. otro de los participantes ni tampoco en un mundo neutral que abarca a los dos y a todas las demás cosas, sino, en el sentido más preciso, “entre” los dos, como si dijéramos, en una dimensión a la que sólo los dos tienen acceso. “Algo me pasa”, y cuando digo esto me refiero a algo concreto que puede distribuirse, exactamente, entre el mun¬do y el alma, entre el proceso “exterior” y la impresión “interna”, pero cuando yo y otro (em¬pleando una expresión forzada pero que difícil¬mente podríamos mejorarla con una perífrasis) “nos pasamos el uno al otro”, la cuenta no se liquida como en el caso anterior, queda un resto, un como lugar donde las almas cesan y el mundo no ha comenzado todavía, y este resto es lo esencial.

Podemos captar este hecho en sucesos menudos, momentáneos, que apenas si asoman a la concien¬cia. En la angustia mortal de un refugio con¬tra bombardeos, las miradas de dos desconocidos tropiezan unos instantes, en una reciprocidad como sorprendida y sin enganche; cuando suena la sirena que anuncia el cese de la alarma, aquello ya está olvidado y, sin embargo, “ocurrió” en un ámbito no más grande que aquel momento. En la sala a oscuras, se establece entre dos oyentes desconocidos, impresionados con la misma pure¬za y la misma intensidad por una melodía de Mozart, una relación apenas perceptible y, sin embargo, elementalmente dialógica, que cuando las luces vuelven a encenderse apenas si se recuerda. Hay que guardarse muy bien de meter motivos afectivos para la comprensión de seme¬jantes acontecimientos fugaces pero consistentes: lo que ocurre en estos casos no está al alcance de los conceptos psicológicos porque se trata de algo óntico. Desde estos sucesos menores, que ofrecen una presencia tan fugaz, hasta el patetismo de la tragedia pura, irremisible, en la cual dos hom-bres de caracteres antitéticos, envueltos en una situa¬ción vital común, se revelan uno a otro, con una rotunda claridad sin palabras, el antagonismo irre¬conciliable de sus existencias... En toda esta nu¬trida escala, la situación dialógica es accesible sólo ontológicamente. Pero no arrancando de la óntica de la existencia personal ni tampoco de la de dos existencias personales, sino de aquello que, trascendiendo a ambas, se cierne “entre” las dos. En los momentos más poderosos de la dialógica, en los que, en verdad, “la sima llama a la sima”, se pone en evidencia que no es lo indivi¬dual ni lo social sino algo diferente lo que traza el círculo en torno al acontecimiento. Más allá de lo subjetivo, más acá de lo objetivo, en el “filo agudo” en el que el “yo” y el “.tú” se encuentran se halla el ámbito del “entre”.

Esta realidad, cuyo descubrimiento se ha inicia¬do en nuestra época, marcará en las decisio-nes vitales de las generaciones venideras el camino que conduce más allá del individualis-mo y del co¬lectivismo. Aquí se anuncia la alternativa exclui¬da cuyo conocimiento ayudará a que el género humano vuelva a producir personas auténticas y a fundar comunidades auténticas.

Para la ciencia filosófica del hombre, esta reali¬dad nos ofrece el punto de partida desde el cual podemos avanzar, por un lado, hacia una com¬prensión nueva de la persona y, por otro, hacia una comprensión nueva de la comunidad. Su ob¬jeto central no lo constituye ni el individuo ni la colectividad sino el hombre con el hombre. Úni¬camente en la relación viva podremos reconocer inmediatamen-te la esencia peculiar al hombre. También el gorila es un individuo, también una termitera es una colectividad, pero el “yo” y el “tú” sólo se dan en nuestro mundo, porque exis¬te el hombre y el yo, ciertamente, a través de la relación con el tú. La ciencia filosófica del hom¬bre, que abarca la antropología y la sociología, tiene que partir de la consideración de este ob¬jeto: el hombre con el hombre. Sí considera¬mos al individuo en sí, entonces llegaremos a ver tanto del hombre como vemos de la luna; sólo el hombre con el hombre es una imagen cabal. Si consideramos la totalidad en sí, enton¬ces veremos tanto del hombre como vemos de la Vía Láctea; sólo el hombre con el hombre es una forma perfilada. Si consideramos el hombre con el hombre veremos, siempre, la dualidad di¬námica que constituye al ser humano: aquí el que da y ahí el que recibe, aquí la fuerza agresiva y ahí la defensiva, aquí el carácter que investiga y ahí el que ofrece información, y siempre los dos a una, completándose con la contribución recíproca, ofreciéndonos, conjuntamente, al hom¬bre. Ahora podemos dirigirnos al individuo y re¬conocerlo como el hombre según sus posibilida¬des de relación; podemos dirigirnos a la colecti¬vidad, y reconocerla como el hombre según su plenitud de relación. Podremos aproximarnos a la respuesta de la pregunta “¿Qué es el hombre?” si acertamos a comprenderlo como el ser en cuya dialógica, en cuyo “estar-dos-en-reciproca-presen¬cia” se realiza y se reconoce cada vez el encuentro del “uno” con el “otro”.